COLUMNISTA

La hora cero

por Fernando Rodríguez Fernando Rodríguez

No creo exagerar señalando que la proposición gubernamental de la constituyente fascista ha llevado el juego político nacional a una encrucijada decisiva, como no se había presentado nunca en estos casi veinte años. Ni siquiera cuando Chávez propuso sus reformas comunales de la Constitución, simplemente porque los votantes las rechazaron (la llamada por “el mejor poeta del país”, así lo consagró Luis Alberto Crespo, victoria de mierda). Y porque no habíamos llegado todavía al borde del abismo, de todos los abismos.

De tornarse realidad el monstruo proyectado acabaría con cualquier vestigio de democracia, y quedan algunos residuos por barrer aunque algunos no lo crean: Asamblea atada pero todavía viva a punta de encomiable valor, partidos políticos en reconstitución, los constreñidos espacios de la libertad de expresión, las ONG más capaces del continente, la posibilidad de manifestar de Altamira a Chacaíto, la asediada permanencia de Polar y los restos de la empresa privada sobreviviente, y un corto etcétera.

Ya es, por ejemplo, más información a procesar que especulación el que uno de los primeros objetivos a conseguir con el fraudulento mamotreto constituyente es prolongar el período madurista por unos 2 años para estabilizar la nueva república, como prolegómeno a la perpetuación del poder “revolucionario”; o, por supuesto, hacer desaparecer la Asamblea Nacional, valga decir, robarse 14 millones de votos de apenas ayer. Lo que pone a la oposición en una situación límite: o la entronización de un despotismo desvergonzado y criminal o lucha incesante en todos los tableros posibles ya, ahora. Es la gran apuesta que vivimos en cada marcha, en cada gesto o palabra de resistencia.

Pero la apuesta es mayor. Bien sabido es que no pocas dictaduras de derecha, incluso gorilas, si siempre atropellan los predios de la libertad y la dignidad de sus ciudadanos, en el plano de la economía, probablemente porque se acogen a los preceptos más generalizados y comprobados, son capaces de mantener ese quehacer fundamental en relativa bonanza. Sin ir más lejos, nuestro cerdito Pérez Jiménez hizo la autopista y la Ciudad Universitaria, y hasta Pinochet, genocida y ladrón, dejó un país andando que le permitió a la democracia instalarse con cierta comodidad una vez que lo venció. Pero no es el caso de nuestra dictadura, que ha ejecutado la hazaña de hacer añicos la economía de un país petrolero y con no pocos rasgos de modernidad. Y lo seguirá triturando. Por la estupidez que caracteriza su visión económica, por la descomunal corrupción que le es esencial, por el ocaso del petróleo, por la imposibilidad de levantar una medianamente sana productividad nacional, por el desprecio de los financistas e inversionistas del globo y ahora su aislamiento internacional, solitario forajido (esto último es literal, salirse de la OEA es hacerlo de todas sus réplicas americanas, que a su vez se entrelazan con la institucionalidad planetaria). De manera que al horror político sumaríamos el horror económico, hambre y muerte.

Entonces hay que jugar, se está haciendo, con todas las cartas. La calle hoy vibra como nunca en la historia nacional. Aunque deba decirse que es una instancia que necesita una continua afinación. La primera de todas pensar la violencia no como una épica sino como una ética, una ruta hacia la paz y no una ebriedad bélica, un sacrificio y no un set de esgrima. Y así se ha hecho, a pesar de los pesares; en lo inmenso no cabe la perfección, decía Juan Ramón Jiménez sobre los republicanos españoles.

Y seguir buscando que la voz del orbe les rompa las orejas asnales, que el clamor crece cada día y a todos los niveles. Y buscar abrir boquetes en los chavistas que ya no aguantan su conciencia y la mirada de los suyos y en los militares que no todos deben ser militares.