El precio de un kilo de arroz en el mercado iguala el de 38.000 litros de gasolina de 91 octanos, es decir, el volumen de una gandola completa de gasolina. ¿Cabe una distorsión mayor? ¿Tiene sentido en un cuadro cualquiera de racionalidad económica? Ese es, sin embargo, el caso de Venezuela.
Si la comparación entre el precio de la gasolina y el de los alimentos revela un nivel de irracionalidad que hace imposible explicar el estado de la economía venezolana, se vuelve todavía más difícil hacerlo cuando los términos de comparación enfrentan, por ejemplo, el costo de la vida con los ingresos. Y más todavía cuando se trata de ingresos de algún modo fijos, como los salarios, y de la presión de un estado inflacionario sin límite ni control. Los analistas pueden ensayar más de una explicación. La conclusión a la que llegan, sin embargo, igual que cualquier observador desde dentro o desde fuera del país, no tiene manera de evitar una dramática pregunta: ¿cómo vive la gente en Venezuela?
Simplificando un cuadro que no puede ser más negativo cabría decir que en la Venezuela de hoy conviven el “homo CLAP” y el “homo dólar”, ambos agobiados por lo que más de uno ha definido ya como una economía de guerra. Las realidades son dramáticas en el plano de las estadísticas: la acumulación de 15 trimestres de recesión, una caída económica de 12% solo entre enero y septiembre de este año, una inflación desenfrenada, una deuda agobiante, desorden cambiario y pérdida de capacidad productiva. Pero más inquietante aun que toda la caótica situación anterior es la perspectiva humana expresada en empobrecimiento, carencias de toda índole, pesar, pérdida de esperanza, angustia creciente por el día que se vive y por el que se asoma con más incertidumbre todavía.
El homo CLAP vive de la entrega subsidiada de un paquete de productos que no siempre llega, que depende del carnet de la patria, que sirve de elemento de presión para silenciar o para forzar el voto, que se negocia, que pasa a manos de los revendedores, que engrosa el bolsillo de los funcionarios del reparto y de los negociadores de las importaciones con las que se alimenta. La cultura esperada del homo CLAP termina en la sumisión, responde a la intención aviesa de convertir la necesidad en destino, de marcarla con el sello de la humillación, de alimentar finalmente la dependencia.
El homo dólar es el que ve subir todos los días los precios de los productos, de las medicinas, del pasaje, de los útiles escolares, todo al ritmo enloquecido o por encima del dólar de mercado. Es la persona a la que apenas le alcanzan los ingresos para la subsistencia, la que ha debido renunciar a cualquier intento de mejorar su calidad vida, la que viene drenando sus ahorros, la que comienza a vivir de la FE, expresión que resume esa dolorosa condición de depender de los “familiares en el exterior”.
En una economía dolarizada de hecho, sin control y sin señal alguna de mejoría, el sector más maltratado es, sin duda, la clase media, cada vez más castigada, recordada solo en el discurso de la demagogia, convocada solo para el esfuerzo y simultáneamente amenazada. Su debilitamiento es uno de los efectos perversos de un sistema en el que los argumentos ideológicos y la voluntad de control prevalecen sobre las realidades económicas y los derechos de las personas.
A las puertas de un nuevo año se acumulan las preguntas. ¿Qué esperar de un sector al que se quiere amordazar y debilitar desde la sumisión y desde la dádiva? ¿Cómo atender a una clase media que quiere trabajo en libertad y posibilidad de crecer? ¿Cómo producir? Con el paso de los días se hacen cada vez más angustiosas. El futuro que se asoma no trae esperanza. No puede haberla en un submundo administrado por el gobierno y otro vapuleado por la situación cambiaria. No puede haberla cuando los programas sociales se pervierten en forma de sumisión y de dominio político o cuando la catástrofe económica no deja recursos sino para subsistir penosamente. Ya existen suficientes pruebas de que una economía de simple subsistencia no alienta las aspiraciones de crecimiento ni la esperanza de las personas ni de las naciones.
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