COLUMNISTA

Homenaje a Bárbaro Rivas

por Eddy Reyes Torres Eddy Reyes Torres

Los días decembrinos son singulares. Marcan el fin de un año y anuncian el comienzo de uno nuevo. Es un período propicio para el recogimiento en torno a la familia y los amigos más cercanos, así como para la reflexión y el acercamiento a la espiritualidad. Consecuente con lo anterior esta crónica está dedicada a Bárbaro Rivas, el artista ingenuo más relevante de Venezuela y autor de una obra notable de carácter religioso.

Este extraordinario autor nació el 4 de diciembre de 1893, día de Santa Bárbara (de donde deriva su nombre o gracia), en la población de Petare, para entonces capital del estado Miranda. Así pues este mes de diciembre se celebran 125 años de su nacimiento.

Bárbaro fue el segundo hijo de la prole que dejó Prudencio García, boticario por la práctica de muchos años y director titular de la Banda Municipal de Petare, y María del Carmen Rivas, una aindiada muchacha del lugar. Él nunca asistió a la escuela ni nadie en su familia le enseñó a leer y escribir. Durante parte de su infancia, estuvo al cuidado de Daniela Suárez, la esposa de su padre. Esta piadosa mujer fue factor importante en la formación religiosa de nuestro artista.

En 1907, por iniciativa de su padre, Rivas empezó a trabajar en la empresa de ferrocarril que operaba en la zona. Pero la ilusión del primer trabajo duró muy poco, ya que el carácter soñador y distraído del joven no se avenía con las metódicas funciones que le fueron impuestas. No tuvo más alternativas que desandar sus pasos para hacer las veces de mandadero e instruirse en múltiples oficios. Sus habilidades manuales lo facultaron para desempeñar labores de pintor de brocha gorda, albañil y constructor de bateas, grutas para vírgenes y cruces de cemento para las tumbas del cementerio. Eso fue suficiente para sobrevivir con escasez.

La niñez y juventud de Bárbaro estuvieron marcadas por muchas impresiones que fueron luego reflejadas en su obra plástica, con profundo sentimiento religioso. Así, el ambiente bucólico que le rodeó en sus primeros años estará una y otra vez presente en sus cuadros; y el espectacular acontecimiento del paso del cometa Halley por el cielo de Petare será detalle en muchas de sus representaciones. De manera más puntual dejará constancia de otros hechos, como la visita que hizo en compañía de su padre a la plaza Bolívar de Caracas, apenas se iniciaba el siglo XX, y el viaje que realizó en tren hasta Maiquetía.

Con el tiempo otros acontecimientos de Petare o simplemente relatos e historias oídas merecerán también su registro, incorporando explícita o implícitamente el mensaje de la cristiandad. De allí el localismo y universalidad de su pintura. En este sentido no está de más resaltar que grandes artistas como Hieronymus Bosch (1450-1516) y Pieter Bruegel (1525-1569) también realizaron su obra de carácter religioso en función de su entorno cultural y geográfico.

No se sabe en qué momento empezó su adicción a la bebida. Y no es difícil imaginar ese primer encuentro con el licor en cualquiera de las tantas festividades que en aquellos tiempos se celebraban en Petare. De modo que en Carnaval, Semana Santa o cualquier otro día que justificara la actuación de la Banda Municipal en la plaza del pueblo pudo ocurrir la libación iniciática. Y, como siempre pasa, el primer trago lo regañó en el alma, llevándolo a preguntarse cuál era el placer que los mayores sentían por ese brebaje tan desagradable. Solo la demostración de su hombría le condujo a repetir aquello una y otra vez, en una y otra fiesta, hasta que su garganta se acopló a la candela que se fue apagando de a poco para convertirse en suave calor siempre apetecido. Pero algo más agradable acompañó a esas experiencias: el olvido de su pobreza, la soledad y la condición de hijo expósito. Eso justificó todo.

Hacia 1939 realizó La palomera, en la que introdujo un elemento innovador: el collage. Rivas pintó una casa, con jardín florido y su cerca. A la entrada de la vivienda pegó una figura solitaria que dibujó por separado sobre un cartón que luego recortó. Posteriormente, en el año 1940, el artista utilizó otro elemento extraplástico al realizar Domingo de Ramos. En esta ocasión empleó lentejuelas, como un hábil recurso en función decorativa, en la figura de Jesús, la mula y la puerta de la ciudad.

Rivas ratificó el usó de ese recurso en otras de sus creaciones posteriores, como es el caso de Procesión de la Virgen de Guadalupe (1964) y muchas de las obras que ejecutó entre 1965 y 1966 a las que les pegaba sus famosas plantillas o moldes de cartón. Con base en lo anterior se puede afirmar que Bárbaro Rivas fue el primer artista del siglo XX que se valió del “collage” en nuestro medio –no en una obra aislada, como fue el caso de Juan Antonio Michelena (1832-1918), padre de Arturo Michelena (1863-1898), quien ejecutó una tela en la que incorporó una fotografía, no quedando constancia de que la experiencia se repitiera–, y cuidado si además no fue de los primeros en hacerlo en el ámbito latinoamericano. Eso le da un galardón de mayor grandeza entre los artistas del continente americano.

En el año 1949 se produce el revelador encuentro de Bárbaro Rivas con el joven Francisco Da Antonio, quien lo hace conocer a escala nacional. Francisco queda impresionado con la escena bíblica (Jesús con los Apóstoles) que pintó Rivas sobre una bolsa de papel grueso que el artista utilizaba cuando iba de compras. Bárbaro tenía entonces 56 años de edad. En labor detectivesca, atando cabos aquí y allá, Da Antonio hizo un inventario de trabajos hechos por Bárbaro. Llegó a calcular en veinte pinturas el mínimo saldo de la obra cumplida por el artista desde 1926 en adelante. Pero de ellos solo nueve pudieron rescatarse. “Todos los demás –afirma Francisco–, los había consumido el tiempo, la indiferencia y la ignorancia pública”.

Cuando ya tenía 60 años de edad, el artista realizó dos telas fundamentales de su producción: Placita de Petare y Entrada de Petare. Ambas creaciones fueron enviadas por Da Antonio al XV Salón Oficial Anual de Arte Venezolano (1954). Dichas obras fueron luego adquiridas por el escritor Miguel Otero Silva y el crítico de arte Alfredo Boulton. El 8 de marzo de 1956, el Jurado de Calificación del XVII Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, integrado por Manuel Cabré, Arturo Uslar Pietri, Ramón Martín Durbán, Alfredo Boulton y Gastón Diehl, le concedió a Rivas el Premio Arístides Rojas por Barrio Caruto en 1925. Luego, el 26 de octubre del mismo año, se inauguró la primera exposición retrospectiva del artista en el Museo de Bellas Artes. Se lograron reunir para este evento cuarenta obras que abarcaban las etapas que van de 1926 a 1956.

Gracias a esos reconocimientos, Bárbaro fue seleccionado para participar en la IV Bienal de Sao Paulo. En el evento intervinieron artistas de varios países y solo Rivas y Jacobo Borges obtuvieron Menciones Honoríficas. Esto reconfirmaba la extraordinaria calidad plástica de su trabajo.

Bárbaro pintó su obra religiosa tomando los diferentes motivos de estampas que conseguía o le suministraban. Para él la imagen sagrada siempre permanecía en la estampa original, no en sus pinturas que solo tenían un propósito divulgativo. Esto explica que muchas veces el artista saliera a la calle mostrando alguno de sus cuadros recién pintados, sorprendiendo a cualquier transeúnte incauto, conminándolo a ver la obra diciendo: “Para que después no digan que no lo vieron y no lo puedan negar”.

La fama de Rivas terminó siendo un hecho que no se podía parar. Junto con el reconocimiento como renombrado pintor también trascendió la noticia de su humilde condición. Es por eso que algunos inescrupulosos vieron en el artista una oportunidad que no se podía perder. Él, por su lado, siempre estuvo al margen de cualquier preocupación material en relación con su obra, toda vez que su propósito era divulgar el mensaje divino.

En el período que va de 1960 a 1964 el alcohol y la miseria hicieron un trabajo depredador en el cuerpo del pintor. Mas su espíritu conservó la vitalidad y fuerza de siempre. Solo esto último puede explicar que, junto con la producción de obras que ya no tienen el colorido y el nivel de elaboración de los años precedentes, pintase excelentes telas.

A mediados de febrero de 1967 fue llevado al Hospital Pérez de León de Petare. Su estado de salud se deterioró al paso de los días. Bárbaro tenía miedo a morir y eso encabrita el inmenso deseo de vivir. Pero eso hay que entenderlo porque nadie es valiente cuando se enfrenta a la muerte. Su agonía puso el punto final el 12 de marzo de ese año. Entonces y solo entonces pasó a habitar –como cuenta Chesterton refiriéndose a las últimas horas del poeta y pintor místico William Blake (1757-1827)– el maravilloso mundo de la blancura en el que el blanco aún sigue siendo un color.

@EddyReyesT