Siguiendo la inspiración de la Revolución cubana, los líderes de esta que padecemos, la bolivariana, han hablado repetidamente, comenzando por Chávez, de la creación del “hombre nuevo”, definido como un hombre libre de cualquier forma de enajenación, expresión del desprendimiento y la solidaridad, ajeno a todo personalismo y a toda expresión autoritaria, constructor de una sociedad que “busca el beneficio, la armonía y la felicidad de todo el pueblo”. El objetivo final prometía ser emular a Cuba y hacer de Venezuela el segundo mar de la felicidad. “Cuba es el mar de la felicidad. Hacia allá va Venezuela”, declararía Chávez más de una vez.
Puestos a mirar la realidad, el resultado no puede ser más decepcionante, incluso para la propia revolución y para sus propósitos. Ya lo aceptan así, en voz baja casi siempre, muchos de quienes fueron en su momento fieles militantes, creyentes convencidos o al menos admiradores distantes. Lejos de ese ideal, la promesa de felicidad ha quedado reducida a pobreza y dependencia, la libertad del hombre nuevo a sumisión frente a un Estado que compra silencio u obediencia con dádivas. Antonio Ledezma resumía la humillación de los ciudadanos con esta expresión: “El hombre nuevo que promete el socialismo de Maduro es el homus CLAP”, por el nombre de la caja de alimentos que hace parte del reparto y que da origen a múltiples formas de corrupción, desde el sobreprecio con el que se las adquiere hasta la arbitrariedad como se distribuye y el comercio ilegal al que dan origen y se ampara.
El venezolano resultado de esta crisis, tanto el que comulga todavía con el credo del hombre nuevo como quien ha renegado de él o nunca apostó por el modelo, es hoy una persona sometida a una vida de ajustes, de miseria, con alta dependencia de los favores públicos o constreñida a vivir de las remesas familiares o del agotamiento paulatino de sus ahorros. El venezolano corriente de hoy es un hombre que sobrevive, que mira solo el día a día, que parece haber renunciado al futuro, que trata de moverse en las rendijas que deja el caos o la falta de gobierno efectivo. Muchos han dejado de pensar en la productividad y el crecimiento, otros han optado por las formas de la especulación monetaria, del intercambio más o menos legal, de una condición ambigua de dolarización de facto, con inflación, con un sistema de cambio libre que afecta gravemente el financiamiento y vuelve casi imposible la adquisición de deuda y la inversión.
El concepto de hombre nuevo estuvo siempre anclado al de dignidad. El discurso repetía dignificar, recuperar para la gente su dignidad. No se puede hablar, sin embargo, de dignidad cuando se somete a las personas a condiciones de dependencia, cuando se afecta gravemente su calidad de vida, cuando se les priva de lo básico, de los servicios públicos elementales, de la atención a la salud, cuando se rompe la convivencia y se permite el clima en el que prospera la delincuencia.
El mar de la felicidad socialista traducido al modo venezolano es ahora el de la escasez, de la improductividad, de la dependencia de las importaciones, del auge del mercado negro y la corrupción. La prédica marxista contra el mercado ha degenerado en formas de mercado clandestino, con regulaciones que no se cumplen o se escamotean, con el recurso a la actividad económica ilegal o la aceptación de la corrupción generalizada como forma de sobrevivencia.
Frente a este panorama, la pregunta más inquietante posiblemente sea cómo reconstruir el tejido social, ahora deshilachado, cómo vertebrarlo. Se reclama por planes para una salida, se discuten propuestas, pero sigue en el aire la pregunta sobre la respuesta de la población ante un proyecto y un modelo que exija un profundo cambio cultural, que implique sacrificio, productividad, que sincere los precios de los servicios, que reemplace la cultura de la dependencia por la del trabajo, de la formación, del esfuerzo, de la constancia. Es hora de confiar en Venezuela y en su capacidad para lograrlo. Nadie dijo que sería fácil, pero es posible y hay que intentarlo.