Los seres humanos deberíamos aspirar a ser como la luz. Como ese intangible fenómeno natural que emana del astro rey, e ilumina nuestros espacios y traza la línea divisoria entre el día y la noche. Esa misteriosa luz no es egoísta, no se asimila para sí misma sino que, creemos, disfruta al proyectarse para los demás. Ella simboliza la vida, la sabiduría, y representa la idea del bien y de la esperanza. ¿Por qué no tratar de imitarla?
Ciertamente, nuestra existencia terrenal y social requiere de aprendizajes. Aprender es siempre una necesidad vital. Entonces, tenemos la obligación de enseñar. Indistintamente, todos debemos ser educadores y educandos. Necesario es tomar conciencia de que la existencia humana debe ser útil, ha de servirnos para abrir y alumbrar caminos, no para hacer sombras.
Pero cuando hablamos de luz no nos referirnos solo a la irradiada por el Sol, a la que proyecta esa estrella, que generosamente proporciona la energía indispensable para la sobrevivencia de animales y vegetales que nos permiten subsistir. Misteriosamente estamos dotados de otra muy importante y poderosa luz, la intelectual, la que rige nuestro desenvolvimiento social y gracias a ella se ha hecho la civilización. La civilización es producto de la cultura, y esta es exclusiva de los seres humanos. El comportamiento del hombre debe estar guiado por la ética. Esta disciplina se ocupa de los actos que realizamos las personas, los cuales suelen ser buenos o malos siempre que, conscientemente, se ejecuten con plena libertad y voluntad propia. Así, el hombre, en razón de su naturaleza está llamado a realizar solo actos buenos. Pero, por su condición de imperfecto, no está exento de patologías.
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