En la historia sobran los ejemplos y la naturaleza humana nos lo demuestra cada día: la paz es imposible si no hay justicia.
Únicamente desde la justicia, es decir, desde el imperio de la ley, es posible no solo construir sino sobre todo intentar mantener la verdadera paz. No su demagogia o su telaraña propagandística. Esa paloma blanca con una rama de olivo en el pico, descrita en la Biblia, cuya supuesta defensa ha terminado adjudicándose la izquierda –que como bien sabemos no tiene nada de pacífica– y por supuesto, los receptores de su doctrina, agitando los brazos y repitiendo consignas (aún en el siglo XXI) en el falso casting de una caricatura. Primero tragicómica. Luego terrorífica.
Es un hecho: cuando la justicia se tambalea o se agrieta, la paz automáticamente corre peligro. En décadas recientes lo hemos visto una y otra vez, lo seguimos viendo, con los llamados socialismos del siglo XXI. Esos engendros ideológicos que en nombre del bien común (que nunca llega) acceden al poder mediante los votos: comprados con falsas promesas y falsas ilusiones, y algún que otro regalo miserable. Ahí persisten Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua. De estas emboscadas han sido blanco también Brasil y Argentina. Y mucho cuidado, que Colombia y México hace rato están en la mirilla del eje del mal.
Ya instalados en la presidencia, más bien sembrados con abono de concreto, los falsos hidalgos que lideran estas grises “revoluciones sociales”, grandes tramposos por naturaleza, terminan imponiendo su proyecto totalitario con el atraco de la institucionalidad, las libertades, la democracia. Y por consiguiente la ruina de toda, o casi toda, la sociedad civil.
Recordemos al fallecido Hugo Chávez. En 1992 fracasó en su intento de golpe de Estado a través de una rebelión militar. Sus hombres se rindieron y fueron llevados a prisión. Pero en solo dos años quedaron libres gracias al sobreseimiento del presidente Rafael Caldera, en un compromiso político con varios partidos de la izquierda. Así la paz volvió a estremecerse. Y no ha regresado más a ese país.
Es profundamente lamentable que los venezolanos cometieran el mismo error que los cubanos ya habían cometido cuatro décadas antes. En 1953 Fidel Castro asaltó el Cuartel Moncada, igualmente asesinando a inocentes y rindiéndose al final (de hecho Castro ni se apareció por el adulterado cuartel: alegó que se perdió, conociendo perfectamente la zona. Fue capturado a pesar de sus magnas dotes de rata escurridiza). Pero es bien curioso que tanto Castro como sus hombres fueron amnistiados después de también pasar solo dos años en el presidio. Aquella funesta amnistía fue el comienzo del fin de la paz en la isla. Como luego en Venezuela.
La diferencia entre Castro y Chávez es que eran otros tiempos. Para el dictador cubano era entonces la mitad del siglo XX. Excarcelado, Castro se fue feliz, apoyado por coquetos empresarios de la izquierdosidad, a preparar una nueva empresa militar a un benéfico exilio. Luego se alzó en la Sierra Maestra, y cuando el presidente Fulgencio Batista renunció y se marchó del país, el comandante en jefe bajó triunfal de las montañas con su caravana de barbudos, que se han enquistado en el poder. Los que han llegado vivos, claro está. No fueron pocos los que ajustició de varias formas.
En el caso de Chávez, ya era el final del siglo, y se decía, impune y tontamente, que la Guerra Fría había terminado, que era el fin de la historia. Y la historia, pues, no tardaría en repetirse, y una vez más para mal. Así que Fidel Castro, viejo conspirador de mala leche, se convirtió en el padrino ideológico y principal asesor de Chávez, como ya lo había sido, lo seguía siendo, de los ya por entonces mal vistos movimientos guerrilleros en la región (incluidos, por supuesto, los terroristas colombianos de las FARC, hoy demócratas, pacifistas, victimarios transformados en víctimas. Menuda historia).
Como sabemos, la memoria de los pueblos es débil y corta. Así que gracias sobre todo a la desmemoria de su pueblo, Chávez regresó a Venezuela, muy bien entrenado por el mayor caudillo del Caribe, se presentó a elecciones y no le fue difícil apoderarse de su nación “por la vía democrática”. La mayoría de los votantes creyeron su fábula de hadas revolucionarias y apenas irrumpió en el Palacio de Miraflores, no perdió un instante en destruir la independencia de los poderes públicos y toda la institucionalidad. Y ahí sí la paz se convirtió en guiñapo. Una mala palabra. La agonía que hoy vemos.
Cuando el payaso macabro de Nicolás Maduro se sentó en el trono del país suramericano, hacía rato que el castrochavismo había confiscado todas las instituciones democráticas. Eso sí: cada día todo se hace peor. Es el mortífero mecanismo de los socialismos del siglo XXI, que no son más que dictaduras neocomunistas. Y no solo Colombia y México corren peligro ante su bribona jerga. También España, si no se mantiene bien alerta con los discípulos chavistas de Podemos, y con otros pejes afines a sus estrategias, puede caer en el mismo jamo. Nunca me canso de decir cuidado. Mucho cuidado.
Colombia es el caso más latente. En las elecciones que se avecinan se juega su futuro, entre el retorno al uribismo (que acorraló a los terroristas de las FARC) e hizo florecer al país, y el camino hacia el socialismo del siglo XXI, que destruye todo lo que encuentra a su paso. Aquí sí Colombia se juega la paz que hoy al menos puede sostener. No esa narconovela escrita y dirigida desde La Habana, de la que el presidente Juan Manuel Santos es uno de los productores ejecutivos. ¿Creer en un “proceso de paz” marcado por el discurso del castrismo, parecería demasiado, aunque hayan “mudado” el campamento? ¿O aún no es suficiente?
Es tan absurdo llamarle “proceso de paz” a una componenda burocrática que de plano intenta subvertir los valores de la justicia y trastocarlos en mera impunidad. Partiendo de este hecho tan claro, es absolutamente vergonzoso y peligrosísimo avalar no solo los curules entregados a los terroristas de las FARC, sino que estas personas que han cometido crímenes de lesa humanidad se mantengan fuera de la cárcel. Es una realidad que se burla de la sociedad colombiana y la degrada: pues palía y premia la criminalidad, y sienta las bases para que ocurra cualquier descalabro en las instituciones democráticas y la sociedad civil. Y no solo en Colombia, sino ya en cualquier parte. Es una alarma para el mundo “democrático”.
Pero hay algo quizás mucho más importante en todo esto, al menos un peligro mucho más inmediato: los interesados en que gane la izquierda (que son los que apoyan el infame tratado de paz, y no es casual) están jugando fino con más de una estrategia. No olvidemos jamás que en las elecciones de lo que se trata es de elegir, y generalmente entre uno y otro lado. El mundo, aunque muchos no quieran verlo, sí se trata de izquierda y derecha.
En el caso de las próximas elecciones en Colombia, la cara fea de la izquierda es el criminal Timochenko. El chivo expiatorio, el cepo a quien gritarle en las calles todo el horror, el dolor, el miedo que durante décadas él mismo le causó a millones de ciudadanos. A este ser despreciable lo están haciendo polvo en las manifestaciones públicas, digamos que se están desahogando con él los colombianos. Timochenko y las FARC son la desestabilización de la conciencia nacional. La primera parte de la sucia estrategia.
La segunda parte, y la más importante, es Gustavo Petro. Un ex guerrillero del grupo terrorista M-19 que, al igual que Chávez (y fíjense que emplea hasta su mismo lenguaje, es casi calcado, pues se trata del manifiesto comunista de la nueva izquierda), pretende apoderarse del país por la vía democrática. Carrera de fondo que viene haciendo desde que en 2006 fue senador de la República por el Polo Democrático Alternativo. Tres años después renunció al cargo y se presentó a las elecciones presidenciales de 2010 que ganó Santos. Y luego fue alcalde mayor de Bogotá entre 2012 y 2016. ¿Cuántos colombianos ya olvidaron la verdadera naturaleza de Gustavo Petro?
Petro es la cara lavada del socialismo del siglo XXI. Su más significativo candidato en estos momentos. Su carta-carnada. Por eso la batalla de la democracia en Colombia es contra Prieto. Es el mayor peligro que ahora mismo afrontan los colombianos. Y ya los medios de comunicación lo están apoyando, con el poder de las encuestas y los fuera de foco que aturden, y condicionan, al votante regular. Los medios, consciente e inconscientemente, lo están haciendo.
Tuve la dicha de vivir en Colombia en tiempos de Álvaro Uribe. Presencié las elecciones en las que resultó ganador Juan Manuel Santos, a quien Uribe, en un hondo desliz, lamentablemente apoyó. No olvidemos que fue su ministro de Defensa. Con Uribe, los terroristas de las FARC fueron acorralados. Pero después, en el gris período de Santos que hoy malviven los colombianos, los asesinos se pasean impunemente, restregándole en la cara al pueblo que no solo pisotearon la justicia sino que han subido de categoría: de guerrilleros han pasado a ser políticos, políticos terroristas. Y vale reiterarlo: gracias a Santos. Los colombianos se han negado en las urnas. Al menos hasta ahora.
Y Gustavo Petro es también uno de ellos. Un terrorista redomado. Nunca ha dejado ni dejará de ser un defensor del comunismo. Está en su ADN ideológico, en su rencor, en sus palabras y en la ineficiencia de su mandato como administrador de Bogotá. Pero pensemos solo en esto: ¿si eran oscuros los tiempos en que los terroristas cometían crímenes de lesa humanidad ocultos en las selvas, cómo serían entonces los tiempos en que ya puedan cometerlos amparados por leyes tramadas para sembrarse en el poder? No es un simple riesgo. Es esta la realidad que se avizora si se le entrega el poder a alguien como Petro.
En la historia sobran los ejemplos y la naturaleza humana nos lo demuestra cada día: una pequeña imprudencia, un simple resbalón, puede convertirse en un grave problema. A veces letal. Amigos colombianos, les prevengo: no se equivoquen por segunda vez. Una de las cosas esenciales en las elecciones, como en la guerra, es saber quién es el enemigo. No lo olviden.
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