Sé que los primeros 47 días del año no han sido nada fáciles. Hemos visto en estas últimas semanas una de las caras más crueles del actual sistema gubernamental, el cual ha traído a nuestros hogares más tristeza de la que ya existe.
Contar las horas del día con los dedos de las manos ya incluso cuesta, es eterno ver cómo un país tan alegre se sumergió en un mar de melancolía.
A pesar de que queramos sonreír y tratar de llevar una vida normal, es imposible hacerlo. Las razones están en cada rincón del país. Sales a la calle para dirigirte hacia tu destino y lo primero que ves son largas colas, que han ido aumentando con el paso del tiempo (y quienes a diario tienen que convivir con estas largas filas ya se acostumbraron). Ver la calidad de vida que tenemos proporciona preocupación en cada familia; cómo dormir bien, si al otro día no tienes nada que darle de comer a tus hijos. O en el peor de los casos, qué hacer si uno de tus familiares se enferma.
He visto en los últimos días muchas cosas que me han dejado con un nudo en la garganta. Intentar hacerme el fuerte no funciona. Si no me conmuevo con las noticias de la gran cantidad de niños que han muerto por desnutrición, me estoy convirtiendo en lo que ellos (los culpables de este desastre) quieren que nos convirtamos, unos indolentes.
Hoy no solo nos preocupan los principales problemas del país, también nos está afectando emocionalmente la salida forzosa de miles de nuestros familiares y amigos, que buscan una nueva oportunidad en otras tierras. Las fronteras están abarrotadas de venezolanos que huyen del hambre, la falta de medicamentos y, por supuesto, de la hiperinflación.
En septiembre pasado tuve la oportunidad de estar en uno de los refugios en Cúcuta, donde la Iglesia Católica ayudaba a los venezolanos en condiciones de calle con un almuerzo solidario. Desde septiembre hasta el presente mes las cifras aumentaron exponencialmente, tanto que hoy la prioridad de estos almuerzos es para los niños y mujeres. Escuché también el testimonio de cientos de familias que hoy viven en las calles de la capital del Norte de Santander, pero un testimonio en especial me dejó sin palabras.
Era una mujer que tenía alrededor de 19 años de edad (si mi percepción no falla). Me contó que su madre había muerto por insuficiencia cardiaca, jamás conoció a su padre, no tenía una vivienda propia y su familia, que la acogió después del fallecimiento de su mamá, no tenía las condiciones económicas para poder alimentar una boca más. La joven era de Guárico y vendía helados en las calles de Cúcuta.
Me dijo que su sueño era ser psicóloga y que lucharía por tener esa profesión porque también era el sueño de su madre. Le pregunté cómo lo haría si la educación universitaria en Colombia es un poco costosa. Me respondió de una manera muy persuasiva, dejándome boquiabierto. Sus palabras fueron: “Desde que llegué a esta ciudad he trabajado vendiendo chupichupi en las tardes, en la mañana limpio una casa de familia y en las noches y fines de semana trabajo de mesonera en un coffee bar. He estado reuniendo dinero para viajar por bus hasta Argentina. Me dijeron que allá la educación es gratuita y muy buena, cumpliré mi sueño y el de mi madre”.
Luego de unas largas horas de reflexión me di cuenta de que eso es lo que somos los venezolanos: luchadores, persistentes, honrados, honestos y trabajadores. También pude reflexionar sobre qué sería de la vida de esta humilde muchacha si la situación del país no la hubiera obligado a irse. Pudo haber estudiado en cualquier universidad de Venezuela, pero lamentablemente no fue así. Hoy es otra joven, que como muchos otros se van en busca de una nueva vida. Ella es una venezolana de la cual debemos sentir orgullo, izará nuestra bandera con ese sentimiento patriota que nos identifica y estoy seguro de que será una de las mejores psicólogas del mundo.
Estas historias que vivimos a diario conmueven, por esa y muchas razones más no podemos dejar de creer en nuestro país, mucho menos en nuestra gente.
Esto que hoy vivimos es historia, una página cruel de un libro extenso, pero que estamos a punto de pasar. Pronto sanaremos heridas, habrá justicia, reconciliación y la construcción de la mejor Venezuela; esa Venezuela unida, de oportunidades. Un país donde la injusticia quede atrás, se abran las puertas a nuevas leyes y se reconstruya el orden constitucional. Un país soberano, donde la Fuerza Armada cumpla su rol y defienda al pueblo para que este la respete. Un país productivo, donde exportemos al mundo un producto hecho en Venezuela con calidad. Un país donde los hospitales funcionen y salven las vidas de quienes padecen enfermedades. Un país donde nunca jamás mueran niños por desnutrición y mucho menos que quienes sufren de enfermedades crónicas sean sentenciados a muerte por falta de medicamentos.
Yo creo en Venezuela y creo en los venezolanos.
@FreiderGandica
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