La hiperinflación tiene una propiedad: se transforma en una realidad equivalente a la atmósfera. Todo, absolutamente todo, se impregna de inflación. Nada escapa de su único procedimiento. Una vez que se ha desatado, nada logra detenerla o revertirla. Los precios de los bienes se transforman en el quid de la vida corriente. Como si fuesen una entidad viva, crecen a diario e, incluso, a mayor velocidad: pueden llegar a cambiar minuto a minuto. De hecho, como explican los economistas, en procesos inflacionarios, los precios tienden a la aceleración. Se pone en marcha una carrera cuya velocidad es cada vez mayor, a tal extremo que, en realidad, no es posible saber cuándo se detendrá o disminuirá ese crecimiento.
Esto no es una especulación: es lo que ha ocurrido en varios países, incluso de nuestra América Latina. Hay cientos de miles de historias al respecto, que parecen salidas de películas de terror. Un ejemplo: lo ocurrido en Argentina en 1990. Mientras un comprador pagaba tres latas de atún en la caja de un supermercado, en ese minuto, el producto se duplicó de precio. Como la transacción no se había cerrado, el cajero intentó cobrar el nuevo precio. La situación generó en violencia. Los clientes atacaron al trabajador, quien, a su vez, había recibido la orden del supervisor. Ambos terminaron en un hospital, mientras diez clientes fueron detenidos y pasados a juicio. Hay que añadir: en cuatro meses, la pobreza se duplicó en aquella Argentina víctima del populismo peronista.
La hiperinflación en Venezuela es el triunfo económico de la revolución bonita de Chávez y Maduro. Una de sus metas prioritarias. Para alcanzarla han trabajado, de forma incansable, desde el año 2000 a esta fecha. La historia económica del chavismo-madurismo debería titularse: “La infatigable construcción de una economía hiperinflacionaria”.
Basta una mirada somera a sus acciones para constatar que la hiperinflación ha sido buscada, paso a paso. Una de sus primeras decisiones emblemáticas fue la expropiar empresas –fincas productivas, empresas agroindustriales y de otros sectores– que, en semanas, fueron destruidas y convertidas en ruinas. El caso de Agroisleña, empresa que era fundamental para las operaciones del campo venezolano, es emblemática de la destrucción sistemática: Agropatria logró convertir un negocio eficiente en una operación de coimas, corrupción a todo nivel y escasez de insumos agrícolas.
Sumemos: tomaron medidas para incentivar el decrecimiento de la productividad en Venezuela, la más destructiva de todas, la de la inamovilidad laboral; decretaron controles de precios que fueron socavando la viabilidad económica de las empresas; establecieron controles sobre importaciones y exportaciones, y las llenaron de dificultades; entregaron los puertos a la administración de esos genios de lo improductivo, que son los policías cubanos; destruyeron los mecanismos técnicos para medir el comportamiento de la economía; pusieron en marcha empresas estatales que no han sido otra cosa que fuentes de clientelismo y corrupción; acosaron al sector privado de la economía venezolana con miles y miles de medidas, fiscalizaciones, chantajes, amenazas, detenciones, juicios y arbitrariedades –como las falsas acusaciones en contra de ejecutivos de Credicard, quienes continúan presos por delitos que no cometieron–; usaron la renta petrolera para comprar lealtades políticas; despilfarraron los recursos financieros de la nación, para complacer la megalomanía de Chávez y su desesperada necesidad de recibir aplausos, quien se dedicó a regalar dólares que provenían de la venta de petróleo, incluso en países ricos como Estados Unidos.
A lo anterior, hay que añadir dos factores clave: uno, la expansión de la corrupción en una magnitud tal que, además de empobrecer al país, ha socavado todas, absolutamente todas las empresas e instituciones del Estado. Y dos, también fundamental, la destrucción de Petróleos de Venezuela, uno de los objetivos, a la vez recóndito y evidente, de Hugo Chávez, quien nunca ocultó el odio que sentía hacia la organización y la marca de Pdvsa. Los aportes de Maduro para reducir la producción, aumentar la siniestralidad, engordar la nómina con profesionales de nada, evitar las inversiones en mantenimiento de las instalaciones, corromper la operación en todos sus extremos, politizar la gestión, obligar a los trabajadores a ponerse camisas rojas y salir a marchar, todas son prácticas que revelan una profunda continuidad entre Chávez y Maduro.
Arruinaron el país, lo endeudaron, pero todavía la receta no estaba completa. Faltaba la pieza clave: imprimir, hasta el cansancio, dinero inorgánico. Y es lo que han hecho, multiplicando los niveles de liquidez a cantidades insólitas. Han generado y acumulado, una a una, todas las condiciones para conducirnos a la bárbara situación de empobrecimiento, carestía, precios descontrolados y padecimientos de millones de familias venezolanas, cada día más agobiadas y sin recursos para enfrentar la situación.
La revolución ha triunfado: ha logrado enviar a estado de pobreza a la inmensa mayoría del país. Durante 2017 la inflación sobrepasó la cifra demencial de más de 2.000%. Los anuncios para este 2018 no pueden ser más alarmantes: entre 17.000% y 50.000%.
Mientras esto ocurre, el gobierno hace lo mismo que otros gobiernos fallidos han hecho en circunstancias semejantes: persiguen a industriales y comerciantes, cierran negocios, imponen multas, reprimen el comercio informal –que ellos mismos alentaron–. En otras palabras: trabajan para aumentar la escasez, hacen crecer el mercado negro y el contrabando, estimulan el crecimiento de los precios.
En otras palabras: aceleran la velocidad de su caída. Hacen imposible su continuidad en el poder.