Leía, en estos días, que la Guardia Nacional ha cerrado todos los accesos al Tribunal Supremo de Justicia, igual que hizo previamente con los accesos al CNE, a la Defensoría del Pueblo y, ni qué decirlo, al Palacio de Miraflores, para impedir que puedan acercarse manifestantes adversos al actual régimen. Como la prensa extranjera ha tenido oportunidad de comprobar, las manifestaciones públicas han sido reprimidas de manera brutal, con un alto costo en vidas humanas, con centenares de heridos, y con otros centenares que, como represalia por ejercer los derechos que les garantiza la Constitución, han terminado en prisión. ¡Hay que querer mucho a Venezuela, y hay que ser muy valiente, para salir a protestar a las calles de Venezuela!
De acuerdo con la Constitución, toda persona tiene derecho a expresarse libremente, tiene derecho a manifestar, y tiene derecho a desplazarse libremente por el territorio nacional. Eso, que es normal en cualquier sociedad democrática, no lo es en Venezuela. Desde la llegada del chavismo, se ha eliminado a las televisoras o radioemisoras independientes; se castiga como vilipendio el criticar a los funcionarios públicos, y se impide la difusión de la inflación anual, de los datos de personas asesinadas por el hampa cada fin de semana, del incremento de la mortalidad infantil, o de la reaparición de enfermedades que hace muchos años habían sido erradicadas. Nunca antes se había escuchado a un general de la FAN complotando para atacar a la población civil con francotiradores instalados en las azoteas. En la Venezuela chavista, el ejercicio de cualquier derecho constitucional es una actividad de alto riesgo.
Ni las marchas de Martin Luther King o del Mahatma Gandhi generaron una represión tan sanguinaria como aquella a la que recurre el régimen heredado por Nicolás Maduro. Quienes han salido a protestar en las calles de Washington en contra de las políticas de Donald Trump, por lo menos hasta ahora, no se han encontrado con la muerte ni han recibido una respuesta tan bestial como la de la Guardia Nacional Bolivariana. Puede que en Londres (al igual que en otras grandes ciudades) se reconozca el derecho a manifestar, y que la policía proteja a quienes hacen uso del mismo; pero no en Venezuela.
En la era de la “democracia participativa”, ya hace mucho que se han ido cerrando los canales de comunicación necesarios para que los ciudadanos podamos participar en un debate público franco y abierto sobre los asuntos de interés nacional. Pero no debería ser así. Es obvio que ese pequeño librito azul, que contiene el texto de la Constitución Nacional, no ha sido leído por los jerarcas del régimen o, si lo han leído, no lo han entendido o, si lo han leído y han sido capaces de entenderlo, simplemente no les importa nada de lo que allí se pueda decir. Toda forma de disidencia es castigada despiadadamente, sin importar si con ello se acaba con la vida de niños, jóvenes o ancianos.
Entre nosotros, no está permitido circular frente a la sede del gobierno, porque es una “zona de seguridad”, y porque existe el fundado temor de que los ciudadanos de este país no quieran a su presidente. A quienes tienen un justo reclamo y demandan que se haga justicia, no se les permite acercarse a la sede del TSJ. Pero los colectivos armados sí pueden circular libremente, amedrentando a la población, robando y asesinando.
Hay que tener mucho valor para salir a la calle a protestar en contra de una dictadura. Quienes lo hacen, saben el riesgo que corren; ese es el precio de recuperar la libertad y la democracia. Hasta ahora, más de setenta personas han sacrificado su vida para que el resto de los venezolanos podamos vivir en paz. Son nuestros héroes civiles, y a ellos rendimos un merecido y sentido homenaje.
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