COLUMNISTA

Hemingway, el cubano

por Edmundo Font Edmundo Font

Ernest Hemingway también fue caribeño. Su inclinación hacia la naturaleza –sin adentrarnos en su cuestionable afición a los safaris– y su arrebatada vocación de pescador lo llevaron a recular durante dos décadas en una de las islas más hermosas, históricas y emblemáticas en el mundo, en Cuba. Allí se lamió las múltiples heridas del alma y de un cuerpo martirizado por dos accidentes aéreos e impactos de metralla producto de su quijotesco trabajo periodístico cuando cubrió, magistral y valientemente, algunos conflictos bélicos. Todo ello, claro, valiosa munición para una literatura de extremada fidelidad a su portentosa experiencia de vida.

En Cuba, Hemingway se volvió a inventar como uno de los mayores prosistas en lengua inglesa, con ese dechado de síntesis literaria que es el prodigioso relato de El viejo y el mar. Y allí se confrontó también, casi al final de su vida, con los demonios de la aridez creativa, la travesía sin retorno en el desierto que representa para un hombre de letras saber que la inspiración no le acude más y que los temas se agotan. Y en ese drama hay que recordar que hablamos de un hombre que transpiraba una disciplina ejemplar, pese a su proclividad a los vinos y a los aguardientes.

Tres fueron sus principales acicates en Cuba: la Finca Vigía, casona formidable y vergel, apenas a trasmano de La Habana; su yate de pesca, el Pilar, pilotado por Gregorio Fuentes, un gran personaje local que le inspiró y significó hondos afectos. Y El Floridita, ese templo del ron y de la cherna, donde se bautizó un célebre cocktail en su nombre. Así que cubiertas las básicas e imperiosas necesidades de su hábitat creativo, Hemingway llevó una intensa vida de artista bohemio al que rendían pleitesía sus amigos, admiradores y los lectores que masivamente le fue deparado tener, al haber recibido los premios Pulitzer y Nobel de Literatura, en 1953 y 1954.

Y esa fascinación por la vitalidad del Caribe se refleja muy bien en un hito de la producción de cine, con la primera cinta norteamericana que se filma en escenarios reales después de la Revolución cubana. Papa Hemingway in Cuba del director y productor iraní Bob Yari, protagonizada por un gran actor británico, Adrian Sparks, que bien podría ser el hermano gemelo del gran escritor, nos traslada con la magia del cine a algunos instantes cumbres de la existencia de un escritor humano, “demasiado humano”, como diría Nietzsche.

Esa película, que recomiendo ampliamente y que acabo de ver, me dejó un delicioso sabor de boca. Nos hace degustar ese clima de trópico extremo que representó un influjo de creación incomparable, en medio de las crisis existenciales y pasiones conyugales de Hemingway, y que además me reservó una enorme sorpresa.

En una escena de la memorable comida de cumpleaños de Hemingway se me vino a la cabeza otro personaje de inconmensurable vitalidad creativa, el mejor pintor colombiano, Alejandro Obregón. Tuve el privilegio, muy alto, de ser su amigo y visitarlo a menudo en Cartagena de Indias –trasunto extraordinario de La Habana– y pasé con él su cumpleaños setenta, rodeado de sus hijos, entre ellos el actor Rodrigo Obregón. Pues en esta película, Rodrigo aparece sentado en esa mesa donde se bebe, come y se discute con Hemingway, deparándome una de esas raras coincidencias que nos hacen dudar de que lo son y nos confirman que en la vida también se reproduce el realismo mágico.

Tal vez sacudido por lo anterior y sin dejarme influenciar por algunas opiniones divergentes de la crítica, volví a leer Islas a la deriva. Esa lectura me decidió a rendirle un mínimo homenaje personal a Ernest Hemingway en mi casa; además de reunir en un librero destacado algunas valiosas primeras ediciones de su obra y cuanto estudio, fotografías o referencias haya podido coleccionar, he colocado una placa metálica con letras mayúsculas que dice “Finca Vigía II” a la entrada de mi piso, frente al canal de Boca Chica y a isla de La Roqueta, en Acapulco.