No. Ya Venezuela no padece una megacrisis, ni siquiera una catástrofe humanitaria. Es algo peor, si es que puede haberlo: una hecatombe nacional o una tragedia destructiva. Es así, y todo el mundo en Venezuela lo sabe, incluidos los potentados de la hegemonía, cuyo despotismo y depredación han despeñado al país por un abismo al que aún no se le encuentra fondo.
Fuera de Venezuela también se trata de entender la situación, aunque no falten los “amigos de la causa democrática” que siempre tienden a suavizar las cosas. “No me defiendas, compadre”, provoca decirles. Sus aliados internos no tienen remedio, porque no los mueve la ideología o las preferencias políticas, sino la pragmática metálica.
Prefieren que el país se termine de destruir, siempre y cuando consideren que tienen su futuro económico personal en relativa salvaguarda. Lo siento, pero no me parecen diferentes de los jerarcas rojos. Lo siento, pero no me convencen sus sofismas sobre la legitimidad del régimen. Lo siento, pero no les doy un átomo de crédito –ni uno solo– a sus entreverados argumentos para siempre caer de pie, no importa las circunstancias.
Supuestamente, la nación debería de estar disfrutando de la “década de oro”, según se cansó de anunciar y argumentar el predecesor. Y pudo ser así, si la bonanza petrolera más prolongada y caudalosa de la historia se hubiera manejado con, al menos, un fundamento de criterio razonable. Pero no, lo que hubo fue una vorágine de demagogia y venganza que se llevó por delante todo lo que pudo. Y se lo sigue llevando y se lo seguirá llevando, mientras tenga la oportunidad de hacerlo. No puede hacer otra cosa porque se trata de su especialidad.
Por un tiempo, los realazos y el “carisma” del predecesor –en mi opinión, dos caras de la misma moneda– lograron disimular, en parte, la siembra de la tragedia destructiva. De hecho, mucha pero mucha gente, incluyendo a voceros sonoros de la “intelligentsia”, aplaudía con fervor las sinrazones que acontecían. Y ahora, no faltaba más, si te vi ya no me acuerdo… Es la desmemoria a su máxima potencia.
Pero la más dañina de las desmemorias: la deliberada. Si ahorita mismo algunos de los más conspicuos “funcionarios” del predecesor y hasta del sucesor se pretenden erigir en adalides del cambio. Y tan o más grave que eso es que son bienvenidos acríticamente por no pocos que deberían saber más.
Para grandes males, grandes remedios. Por fortuna, uno de los aspectos positivos de la Constitución de 1999, entre sus muchos negativos, es que establece diversos mecanismos para restablecer el sistema democrático, cuando este es vulnerado o derruido por el poder. Apelar a estos mecanismos, por ende, no puede ser inconstitucional y, por lo mismo, tampoco puede ser antidemocrático. Más bien hay que afirmar lo contrario. Es decir, lo constitucional y lo democrático es superar a la hegemonía roja por los mecanismos que establece e incluso exige la Constitución formalmente vigente.
Cualquier otro camino, comenzando por la conchupancia con las amañadas “elecciones” hegemónicas, es un atropello a la Constitución y a la aspiración democrática del país. La Venezuela de la hecatombe no puede seguir esperando.
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