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Hay quienes se van sin irse

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A nombre de IDEA participo como fellow del Plan País Tampa 2019. Me sumo, sin serlo, a otros venezolanos de excepción: César Miguel Rondón o Floralicia Anzola, Luis Pedro España o David Smolansky, Asdrúbal Oliveros o Juan Pablo Olalquiaga, Francisco Monaldi o Gustavo García, Luz Meli Reyes o Mercedes de Freitas, Claudia Valladares o Marianella Herrera, Manuel Llorens o Betilde Muñoz, Valentina Quintero o su icónica hija Arianuchi, sembrados todos en el corazón de Venezuela.

Tropiezo con los estudiantes universitarios nuestros en Estados Unidos, más de un centenar, bajo la guía de Juan Pío Hernández y su equipo. Año tras año, desde hace 9 años, ocupan espacios académicos rotativos. Esta vez le corresponde a University of South Florida pensar sobre lo nuestro, tanto como quienes lo hacemos de manera militante. Aquellos dibujan sus sueños sobre el país distante, para el momento del regreso.

Les hablo de mi larga memoria ya escrita a lo largo de estos 20 años y sobre esos 20 años de oprobio marxista padecidos por nuestro suelo y sus gentes. Intento iluminar caminos de esperanza.

Una joven se me aproxima. No oculta sus lágrimas. Espera le responda y convenza de lo contrario a lo que supone su ánimo. Siente que al castigo de la separación –es parte de la diáspora– le espera la incomprensión de los que se quedan:

  • ¿Tendré derecho de construir, junto con ellos, esa nación que imaginamos en cada jornada sin dejarnos instante para el sosiego?

El asunto es complejo. Mis palabras de aliento no le bastan. Lo que ocurre es el producto de una amarga experiencia que carcome lazos de afecto y hace privar la cultura de la exclusión, incluso entre las mismas víctimas. Hoy se hacen esfuerzos loables, es verdad, para recoser el tejido roto de la nación.

La generación de muertos civiles es cada vez mayor. Los menos son los que gozan del reconocimiento a sus dignidades, pisoteando la de sus semejantes. Son los dueños del poder, que usurpa lo esencial, el sentido sublime de lo patrio, que no es mera localidad.

La lucha por la sobrevivencia en un contexto de incertidumbre, inevitablemente, diluye las certezas, apaga la razón humana. La generosidad alcanza hasta para los odios.

A quienes reclaman derechos se les pide un carnet de patriota. A quienes se les quitan los derechos se les simulan premisas legales o se les despoja de facto. A los que se hacen molestos para el Estado, se les inhabilita o desafuera. A quienes piden tener lo elemental, existir como personas, se les niega la identidad. Y si viajan o intentan regresar, se les permite, a conveniencia, o se les amenaza con lo peor, para que no vuelvan, sobre todo si trabajan por nuestra libertad, como le ocurrió a Fernando Albán.

Esa segregación es lo sustantivo del régimen, pero modela comportamientos sociales. Hasta explica la insólita reacción frente a quienes, desde suelos extranjeros, luchan por sostener su vínculo filial con Venezuela. Se les degrada. Se les denuncia como opositores de teclado, en plena era digital.

La pena mayor que conoce la antigüedad es la del ostracismo, la del olvido de quienes se van sin querer irse. Pero la misma cultura griega que lo procura muestra que el domicilio no es solo el sitio en el que se pagan los impuestos –muchos lo hacemos aún– o dónde se encuentra el hogar que espera por nuestro retorno. Ulises no pierde su vínculo con Ítaca. Su recuerdo sostenido y su lucha agonal por el regreso es ariete en su deambular, para mantener el entusiasmo por la vida.

3.600.000 venezolanos han emigrado. La mayoría sin siquiera contar con un trabajo o residencia legal en tierras distantes. Extranjeros ahora, casi todos con cédulas o pasaportes vencidos, no cortan con el lar, pues volver es el imperativo, es el acicate ante el dolor por la nación.

No hay familia o cura, o académico o maestro, o médico o marchante u obrero o campesino, o abogado o secretaria que no sepa de la diáspora, que es hacia afuera y también hacia adentro. Y si se la excluye, todos a uno nos excluimos a nosotros mismos. Es la paradoja.

Piero Calamandrei, egregio jurista italiano que vive en carne propia los rigores de un régimen de la mentira como el fascismo, dice que se trata de algo “más complicado y turbio que la ilegalidad. Es la simulación de la legalidad, el engaño legalmente organizado, a la legalidad”. Las palabras cambian de significado según la conveniencia de quien las usa para fines aviesos. “Es el régimen de la doblez”, en suma, donde la mentira se vuelve “el instrumento normal y fisiológico” de la existencia.

A los venezolanos de hoy se les expulsa sin fórmulas judiciales, no son necesarias. Luego se les ridiculiza. Se les ofrece regresar cuando la penuria les ahoga, en aviones que el propio régimen que los vomita les ofrece. Se los cerca legalmente, sin mediar una actuación expresa. No hace falta. Se les quitan o niegan sus pasaportes y hasta sus renovaciones, transformando el derecho de ser y de estar en pública almoneda de los desalmados sitos en el poder.

La joven de Plan País piensa que los de adentro, víctimas como ella, la rechazan, como hace el propio régimen con sus adversarios.

Por obra de la Providencia una palabra llega, en buena hora, y reconforta al auditorio. Nos saca del marasmo. Nos la regala, al término, Ítalo Pizzolante: “Hay quienes se van sin irse, hay quienes se quedan sin estar. Quienes estamos nunca nos vamos, no importa dónde estemos, lo importante es estar”.

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