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Hasta el fin del mundo: amor y muerte en Portugal

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Jardín de la Quinta de las Lágrimas, Coimbra

“…en cada linaje

el deterioro ejerce su dominio

Carlos Germán Belli

Al final de cada año académico, la ciudad estudiantil de Coimbra, en el centro de Portugal, se llena de estudiantes con capas negras que entonan la “Canción de Coimbra”, una variedad del fado que trata sobre la vida académica y el folclore local. Estas canciones han transmitido durante generaciones la tristeza de la partida al mismo tiempo que celebran la belleza de lo vivido, sirviendo así para el nostálgico que se va (quizás nadie se supone que se quede en Coimbra) y para el novato que llega con la ambición de que la ciudad, si tiene suerte, también le genere esos sentimientos de pérdida algún día.

Irónicamente, la canción más famosa sobre la ciudad, «Coimbra é uma lição de amor», no pertenece a este género. Pero la temática encaja plenamente: la vida estudiantil, la despedida y la historia de dos amantes: Inês y Pedro, pilares trágicos de la educación histórico-sentimental portuguesa.

Al otro lado del río que llena de neblina a la ciudad, un viejo palacio sirve como hotel de lujo. Este palacio, rodeado de jardines y fuentes antiquísimas, se llama la Quinta de las Lágrimas y se erige como testimonio vivo de que allí Inês y Pedro se amaron.

Cuando se cuenta la historia de esta pareja, el trasfondo hace que su devenir trágico se sienta en alguna medida inevitable, y por eso todavía más portugués. Como si arrastraran consigo un mal designio no desde el momento en que se miraron, sino tal vez desde antes de nacer.

El abuelo de Pedro fue Don Dinis, un gran rey en el paso del siglo XIII al XIV: escribió cientos de cantigas, hizo traducir numerosas obras, elevó el portugués al declararlo lengua oficial de la corte y fundó la primera universidad del reino; por todo esto se le conoció como el Poeta. Por su promoción de la agricultura y administración de la tierra, se le llamó también el Labrador.

A diferencia de las virtudes que demostró como político, carecía de cualquier mesura con las mujeres: de su matrimonio con la reina tuvo dos hijos, pero con otras tuvo seis más. Y en una época donde las líneas de sangre delimitaban las fronteras, esto era un problema de Estado.

Como los peores problemas familiares tardan generaciones en alcanzar su desenlace, podemos considerarlo la falla de origen de esta historia. Sin saberlo, Don Dinis desencadenaría una hilera de consecuencias que acabaría en el episodio romántico más trágico de la historia portuguesa.

Su hijo predilecto era uno de los bastardos, Afonso Sanches, y quería que heredara el trono. Como era de esperarse, su único hijo varón legítimo, también llamado Afonso, se opuso a esta sucesión y le hizo la guerra durante seis años.

La mayoría pobre del país, siguiendo la misma ola de los conflictos de clase que ocurrían en Europa, apoyaba al infante rebelde. En la Batalla de Alvalade, la reina –Santa Isabel de Portugal para el catolicismo– se interpuso entre los ejércitos de su esposo e hijo y logró una pacificación momentánea, aunque la guerra se inclinaba inevitablemente a favor del hijo rebelde.

El final de esos años ingratos para Dinis llegó con su muerte natural. El hijo rebelde ascendió al trono como Afonso IV, el Bravo. Prontamente confiscó todas las tierras y pertenencias de su medio hermano, quien se exiliaría en Castilla y conspiraría en varias ocasiones para intentar dominar Portugal, aunque siempre fracasando.

Ya envejecido, le correspondería a su hijo Pedro tomar el trono. Al príncipe se le arregló un matrimonio estratégico con Constanza, reina consorte de Castilla, pero se enamoró perdidamente de una mujer que había llegado con ella en su séquito: Inês de Castro, una noble gallega. El matrimonio se llevó a cabo, pero Pedro e Inês serían amantes desde el principio.

Después de casarse, Constanza tendría dos hijos con Pedro. Al quedar embarazada por tercera vez, nombró a Inês como madrina; probablemente para convertir la relación que tenía con Pedro en una incestuosa y alejarlos. Pero el niño murió a la semana de nacer, y eso solo empeoró la percepción que la corte tenía de Inês.

Los nobles portugueses temían la influencia que los hermanos de Inês pudieran tener sobre Pedro. En general, la relación portuguesa con los castellanos, rara vez, o quizás nunca, fue de plena confianza; hay al menos una decena de episodios a lo largo de los siglos que se pueden categorizar como guerras hispano-portuguesas.

El rey, que desaprobaba la relación, decidió enviar a Inês al exilio, donde vivió en el castillo de Albuquerque, al otro lado de la frontera española. Fue  allí donde Afonso Sanches, viejo némesis del Bravo, pasó sus últimos años de vida y donde la propia Inês vivió parte de su infancia. Esta coincidencia es clave, pues prefigura completamente la tragedia de Inês casi desde el comienzo de su vida.

A pesar de la distancia, Pedro e Inês siguieron escribiéndose hasta que, un año después, Constanza murió luego de dar a luz a quien sería el único hijo varón de la pareja, el futuro heredero al trono. Tras su fallecimiento, Pedro retiró a Inês de su aislamiento y acabaron asentándose juntos en Coimbra, antigua capital del reino.

Pedro e Inês ya habían vivido por lo menos 10 años abiertamente juntos y tenían tres hijos, pero el rey seguía desaprobando la relación. Seguramente, uno de los temores del Bravo era que uno de esos hijos reemplazara a quien debía convertirse en rey algún día, el único varón que Pedro tuvo con Constanza. Como viendose en el espejo de tantos años atras, al principio de todo, decidió que no podía permitir que le hicieran a su nieto lo mismo que su medio hermano intentó hacerle a él.

La situación política en el reino vecino era inestable. Una facción liderada por el señor de Albuquerque, Juan Alfonso el del Ataúd, quería que Pedro aceptara suplantar al rey de Castilla una vez lograran derrocarlo. Su curioso apodo es un monumento a su empecinamiento: «Mientras no se alcancen los fines perseguidos, mi cuerpo deberá permanecer insepulto y acompañará al ejército en todas sus marchas», dijo en su testamento.

Para complicar más las cosas, El del Ataúd era el hijo de Afonso Sanches, el medio hermano bastardo que casi había sido rey de Portugal. Todo esto hacía que este prospecto fuera profundamente antipático para el rey.

De involucrarse Pedro y resultar derrotado, se ponía en riesgo la propia existencia del reino. Su padre se lo prohibió, pero otras fuerzas –además del prospecto de eventualmente ocupar ambos tronos ibéricos– atraían a Pedro hacia la otra dirección: Inês, sus hermanos y los nobles castellanos refugiados en Portugal.

Lo que siguió luego fue un ejemplo perfecto de lo cíclica que puede ser la historia y de todo el daño que puede hacer una sola persona. Quien le hizo la guerra a su padre demostró que también era capaz de hacérsela a su hijo: El 7 de enero de 1355 mientras Pedro estaba de cacería, el rey junto con tres asesinos irrumpió en el Monasterio de Santa Clara, en Coimbra, y degollaron a Inês frente a sus hijos.

La muerte de Ines de Castro, esposa del portugués Don Pedro, K. P. Briullov (1841).

Aunque la intención fuera atraer a su hijo hacia su esfera de influencia, el efecto fue previsiblemente el contrario y Pedro, enfurecido, arrasó con los dominios del rey y sus consejeros en parte del norte del país, comenzando así una guerra civil que duró dos años. El combate definitivo entre padre e hijo nunca llegó a realizarse por intervención de la reina, un acto también reminiscente de lo que le había pasado al rey cuando tantos años antes él había sido el hijo rebelde detenido por su madre.

Los términos de la paz que eventualmente firmaron fueron curiosos: Pedro se comprometió a perdonar a todos los involucrados en la muerte de Inês y el rey a perdonar a quienes participaron en la revuelta en su contra; padre e hijo acordaron compartir la jurisdicción criminal y civil de todo el país; se le otorgó al hijo de Inês y Pedro un condado y una renta anual. Para velar por el cumplimiento del acuerdo, cada uno nombró 12 vasallos, los del infante fueron escogidos por el rey y los del rey por el infante.

Dos años después del asesinato de Inês, Afonso IV murió y Pedro se convirtió en rey. A pesar de sus promesas de perdón, Pedro intercambió enemigos políticos del rey de Castilla refugiados en Portugal a cambio de los asesinos de Inês, quienes cautelosamente habían cruzado la frontera. Solo uno logró escapar a Francia.

Cuando estuvo frente a los dos asesinos, Pedro ordenó que a uno le sacaran el corazón por el pecho y al otro por la espalda. Según el cronista Fernão Lopes, la ejecución fue hecha “frente al palacio donde él se quedaba, de manera que comiendo miraba todo lo que mandaba hacer». La intensidad de la venganza, que uno no sabe si mide el tamaño del odio o del amor, hizo que algunos lo llamaran el Justo y otros el Cruel.

Una parte legendaria de esta historia, no por eso menos influyente, cuenta que Pedro hizo desenterrar, vestir y entronizar al cadáver de Inês, haciendo que el resto de la corte le besara la mano en un último acto de venganza.

A pesar del carácter mítico de esa escena, la voluntad de Pedro de restituir la dignidad de Inês sí está respaldada por documentos de la época y es probablemente de allí de donde surgió la leyenda. Un juramento firmado por Pedro en 1360, cinco años después de la muerte de Inês, cuenta que se habían casado en secreto por el temor que les causaba hacerlo sin el consentimiento del rey. Este juramento póstumo, sostenido por la firma de distintos testigos, le facilitaba un título que Camões resumió al referirse a ella como aquella «que después de muerta fue reina«.

Los restos de ambos están envueltos en un par de las obras funerarias más sublimes y misteriosas que se pueden encontrar en Portugal, encargadas por Pedro a un autor desconocido. En el sepulcro de Pedro, una Rueda de la Vida envuelve a una Rueda de la Fortuna, cada una retratando distintas escenas: Inês acariciando a uno de sus hijos, la familia feliz, los amantes conviviendo, luego Inês sorprendida por los asesinos, degollada, el castigo de los asesinos y Pedro envuelto en un sudario.

Los túmulos de caliza los retratan a cada uno reposando serenamente, rodeados de ángeles que los sujetan y elevan al cielo, sobre inscripciones heráldicas y escenas bíblicas. Yacen los dos uno frente al otro, según, para que se puedan mirar a los ojos cuando despierten en el día del Juicio Final.

Bajo estas ruedas hay unas siglas decretando una frase sobre la piedra: «Hasta el fin del mundo».

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