En este momento aciago de la vida venezolana, en el que la hegemonía roja impera sobre los escombros de la nación, y en el que una parte significativa de la oposición política se derrumba por causa de la miopía y, en no pocos casos, de la complicidad, hay que buscar fundamentos firmes para sostener la esperanza de que Venezuela puede ser reconstruida desde sus cimientos, en lo político, económico y social.
Uno de esos fundamentos está en los activos de nuestra historia. Sí, esa misma historia que la propaganda falseadora, la ignorancia apática, la cobardía política y la comodidad interesada han permitido que se la distorsione, se la golpee sin piedad y hasta se busque abolirla, como denunciaba con solidez y angustia el gran historiador venezolano Manuel Caballero.
Entre los activos históricos de Venezuela se encuentra el 23 de Enero de 1958, cuyo aniversario número sesenta se cumplirá muy pronto. Si la república civil tiene una fecha fundacional –no tanto en el estrecho rigor sino en la amplia perspectiva–, esa fecha es el 23 de Enero de hace seis décadas. Son muchas las razones, pero estas breves líneas son propicias para enunciar dos.
Una, se terminó la última dictadura convencional de nuestro país, tan sojuzgado por dictaduras de variada índole, desde la confirmación de su Independencia. Otra, se abrió el camino para desarrollar un proyecto democrático que condujo a Venezuela por épocas auspiciosas, también por épocas muy difíciles, pero en el marco de la Constitución más fructífera y duradera de nuestra trayectoria nacional y, por ende, la más importante en mi modesta opinión: la Constitución del 23 de Enero de 1961.
Muchos dirán que todo eso quedó atrás y que evocarlo es una forma de perder el tiempo. No disputo que habrá argumentos interesantes en ese sentido, pero serán siempre erróneos, porque ni siquiera se puede aspirar a un futuro humano y digno si despreciamos la trayectoria democrática de Venezuela, y en especial si no tratamos de reconocer su dimensión afirmativa, al tiempo de reconocer, también, su dimensión negativa, y hacerlo con afán de aproximarnos a la justa valoración de los hechos, acaso un fundamento de insuperable firmeza.
De la hegemonía roja no cabe esperar nada positivo. Las evidencias lo confirman hasta la saciedad: despotismo, catástrofe humanitaria, ruina económica, depredación grotesca, etcétera. Y todo ello en medio de la bonanza petrolera más prolongada y caudalosa de los anales. Hay que superar la hegemonía para que Venezuela pueda ser una nación viable e independiente. La Constitución de 1999, formalmente vigente, contempla anchos caminos para esa superación.
Y la lucha para lograrlo no debe estar asentada en ilusas consideraciones sobre lo que algunos dirigentes políticos, politólogos, consultores y comunicadores, llaman “los riesgos autoritarios”, subestimación letal que ayuda a explicar el porqué del afianzamiento de Maduro en medio de condiciones objetivas tan calamitosas. Y tampoco se puede basar en un voluntarismo improvisado que carezca de conducción política.
Por eso la necesidad de hacer valer, como dice un respetado amigo, la importancia y la significación del 23 de Enero de 1958. De este acontecimiento histórico –en términos de amplitud– podemos y debemos aprender mucho. Pero no solo aprender para perfeccionar conocimientos, sino para aplicarlos a la dinámica concreta y al esfuerzo efectivo por darle a Venezuela un rumbo democrático.
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