Esta semana se cumplen veinte años de la fecha cuando en elección democrática y plena de garantías el pueblo venezolano, por mayoría, eligió a Chávez, quien había logrado mostrarse como el caudillo de talante autoritario que prometía un cambio de rumbo percibido como necesario en un momento cuando el sistema político imperante daba suficientes muestras de vicios que precipitaron su agotamiento.
Aquel día los venezolanos expresaron su rechazo a la corrupción, al desorden y la notable degradación de la dirigencia política. Hoy –veinte años después– está suficientemente claro que esa decisión mayoritaria derivó en un grave error cuyas consecuencias padecemos. La corrupción no solo no ha desaparecido sino que se ha exponenciado, la degradación de la dirigencia –de lado y lado– está a la vista, el desorden impera y además de ello se ha perdido el marco de la institucionalidad democrática, lo que ha dado lugar a una dictadura que ya ni siquiera disimula su talante. Ha quedado demostrado que aquel pretendido axioma de que “el pueblo nunca se equivoca” tiene sus excepciones y justamente en estos mismos días la posibilidad de reproducir ese error se pondrá otra vez a prueba en México y Brasil, donde las ideologías triunfantes son opuestas, pero en ambos casos revelan a donde lleva el agotamiento de la paciencia cívica.
Justamente hoy, luego de dos intentos anteriores, asume en México Andrés Manuel López Obrador, legitimado por un amplio margen de votos emitidos en el marco de una elección impecablemente democrática escenificada en un país en el que la corrupción y la violencia se han enseñoreado de casi todos los ambientes llegando a producir un rechazo de tal magnitud que da lugar al mismo fenómeno de la Venezuela de 1998. Acumula también mayoría en ambas cámaras del Congreso. Ojalá el desarrollo del proceso no siga la trayectoria cuyo desenlace ya nosotros conocemos aun cuando las primeras señales van resultando preocupantes.
En Brasil Bolsonaro resultó triunfador exactamente por las mismas razones de hastío con la corrupción que –no siendo nueva– se potenció hasta el infinito durante la hegemonía del Partido de los Trabajadores. Es cierto que muchos venezolanos –pensando solamente en clave de nuestra política interna– podemos estar contentos con el acceso al poder en Brasilia de alguien que se supone le plantará cara a quienes hoy rigen nuestros destinos, pero también es cierto que allí el resultado electoral ha expresado un mandato anticorrupción cuyo cumplimiento seguramente no será fácil en un marco cultural acostumbrado a esos vicios y ante la posibilidad –muchas veces repetida– de que lo único que cambie sea el nombre o el grupo de quienes se beneficien de ella. Un Brasil que no consiga el éxito que se espera del nuevo gobierno es un peligro para sus vecinos y es evidente que existen allí tensiones económicas, sociales, sindicales, etc., que no se la van a poner fácil a quien ofrece como receta principal la promesa de autoritarismo.
En Argentina las buenas intenciones del presidente Macri parecían encaminar a ese país por el rumbo de la recuperación económica que a su vez generaría paz social. Lamentablemente los pasivos culturales, económicos, sociales y delictivos heredados del populismo kirchnerista van poniendo cada vez más difícil la gestión gubernamental, al punto tal de que ya –cuando falta un año para las elecciones– las encuestas empiezan a indicar que Cristina va recuperando favoritismo afincándose en las mismas promesas populistas que a ella y a otros han dado rentabilidad política. Macri pide sacrificios adicionales, Cristina ofrece el retorno de un sistema paternalista de distribución de recursos que no alcanzan ni alcanzarán si primero no se pone en orden la economía.
Existe la tendencia a afirmar que todo esto pasa porque “los latinoamericanos somos así”. Es cierto que somos así, pero no somos los únicos. En Estados Unidos, donde la solidez de su democracia descansa en más de dos siglos de práctica, también se ha vivido el fenómeno del éxito del discurso populista encarnado por Mr. Trump que, siendo millonario, ha logrado obtener provecho de un discurso político basado en la reivindicación de los valores del aislacionismo, el “bullying” ante adversarios y aliados y un estilo de mando autoritario que desafortunadamente para él encuentra su contención en la solidez de las instituciones norteamericanas.
En Francia la tentación de jugar con fuego sigue tomando fuerza con el avance de proyectos de dudoso talante democrático (Marine Le Pen & Cía) lo mismo que en Alemania, donde el vacío de poder creado por el anuncio de su pronto retiro por la señora Merkel abona el terreno para el crecimiento de grupos extremistas, cuyo apego a la democracia es dudoso. Igual en Hungría, donde el Sr. Orban ya ha traspasado la raya y en Polonia donde están a punto de traspasarla.
Desafortunadamente el mundo está viviendo una etapa en la que los logros económicos parecieran ser más posibles cuando se desarrollan en un marco autoritario (Rusia, China, Fujimori, Pinochet, etc.). Qué bueno sería que el bienestar pudiera coexistir con la libertad! Ello sí es posible y los vemos en Europa Occidental, Japón, Costa Rica, Uruguay, Chile y hasta en la India donde su vertiginoso ascenso se escenifica en el marco de la mayor democracia del planeta.