Yo estaba ese día martes en el garage de una pequeña quinta de Sabana Grande en la Caracas del plácido noviembre de 1962 que nos vio alquilarla a una amable e inocente anciana para que Carlos Contramaestre (1933-1995), médico, poeta y artista plástico, exhibiera sus obras en la célebre exposición Homenaje a la necrofilia.
Mientras ejercía su actividad como médico rural, Contramaestre reunió vísceras animales, las trató y adhirió a las telas y con ellas armó su exposición inaugurada un domingo. Dos días mas tarde me encontraba cuidando la muestra y vi que los cuadros se movían en su superficie. “¡Tienen alma!”, grité sorprendido y alborozado. ”¡Esos curadores que hablan tonterías sobre el arte quedarán en ridículo cuando vean el movimiento que poseen estas obras! Pero al acercarme a ellas quedé horrorizado porque lo que se movía en los cuadros eran gusanos que no solo nacían de las vísceras mal tratadas por Contramaestre, sino que parecían dispuestos a devorar los restos de aquellos cadáveres que en apariencia daban vida al arte allíi expuesto.
Lo que Contramaestre quería decir sin ambigüedades era que todo estaba podrido: el arte, la vida, Miraflores, la política, Rómulo Betancourt. Expresaba el ánimo y el avasallante impulso del tardío dadaísmo que se removía en El Techo de la Ballena, el movimiento insurgente que se originó cuando el grupo literario Sardio se deshizo al comenzar algunos de sus integrantes a publicar su obras (Adriano González León, Las hogueras màs altas; Ramón Palomares, El reino; Francisco Pérez Perdomo, Fantasmas y enfermedades) y apareció en la geografía política la Revolución cubana que nos estremeció e hipnotizó al mundo. En su momento, José Stalin desde la remota Rusia bolchevique narcotizó nada menos que a Picasso, a Neruda, a los surrealistas franceses y Fidel Castro hizo lo mismo con nosotros. En sus respectivos momentos no sabíamos que Stalin, Fidel Castro y otros “héroes” iban a convertirse (¡o ya lo eran!) en déspotas y abyectos autócratas culpables de crímenes atroces. Sin percatarme, exaltado por el vigor y celeridad de la Revolución cubana y aletargado por el lento discurrir de la democracia venezolana, consideré que el Techo era un estallido irreverente que sacudía la apacible floresta cultural venezolana. Lo fue, en efecto, pero también sirvió como brazo cultural de las guerrillas de inspiración cubana que iban abiertamente contra la democracia. Se produjo una invasion cubana en Machurucuto y yo aplaudí. En los partidos de beisbol cada vez que se enfrentaban Cuba y Venezuela ¡ìbamos a Cuba!
El clima de aprobación comenzó a disolverse con el caso de Heberto Padilla, el poeta que fue encarcelado (1971) y humillado por recitar unos versos considerados por los escritores cubanos como contrarrevolucionarios.
El caso Padilla provocó la ruptura con la Revolución de las màs altas personalidades mundiales de la cultura y del pensamiento y precipitó la necesidad de Fidel Castro de enviar a Caracas a un respetable funcionario para atenuar la desdichada manifestación de su despotismo. El personaje logró que el Ateneo de Caracas reuniera a un grupo de escritores para complacer la petición del visitante de querer conversar con ellos.
Manipuló la famosa frase de Fidel a los escritores: Ustedes pueden escribir lo que quieran, pero no contra la Revolución, y nos preguntó: ¿Ustedes escribirían contra sus madres? Y Adriano González León se levantó en el acto y dijo: ¡Nosotros podemos decir que nuestras madres son unas hijas de puta porque somos escritores e inventamos nuestras propias historias! y allí yo mismo puse punto final a mis relaciones con Cuba y su revolución y descubrí el camino de mi propia escritura. Ya había comenzado a distanciarme cuando establecí que los gusanos que pululaban en las obras de Contramaestre eran gusanos que emergían del arte, a diferencia de los ofendidos y humillados “gusanos” humanos que eran expulsados de la Cuba de Castro por el puerto de Mariel y que años màs tarde los seríamos nosotros cuando al oponernos al autoritarismo de Chávez provocaríamos sus vulgares agresiones.
Debo confesar que éticamente y desde sus inicios, la Revolución estaba condenada al fracaso porque no podia crear, sostener y afirmar al “hombre nuevo” sobre tres productos considerados por la Organización Mundial de la Salud como aterradores flagelos: ¡el tabaco, el azúcar y el ron! Persiste porque nosotros seguimos fumando, bebiendo ron y endulzando el cafecito.
Con astucia los Castro pudieron sostenerla gracias al comunismo soviétíco; hoy puede decirse que con Hugo Chávez se hicieron dueños del pais venezolano, pero el país vale poco: con lo que cuesta hoy un tabaco, un kilo de azúcar y una botella de ron compré mi casa hace cincuenta años.