COLUMNISTA

La guerra de Maduro contra la vida

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

Una de las más significativas lecciones del régimen de Chávez y Maduro se refiere a la destrucción. Nada hay en Venezuela, absolutamente nada, que no haya sido erosionado, pervertido o demolido. El lector puede hacer el ejercicio por sí mismo. Piense en los ámbitos más significativos de la Venezuela de hace veinte, treinta o cuarenta años. Pregúntese cuál es hoy el estado de la industria petrolera; de la infraestructura vial; del sistema eléctrico; de los sistemas del transporte, sean públicos o privados; de la calidad y funcionamiento del sistema educativo; del funcionamiento de los servicios de salud. Pregúntese por el estado de cosas en la minería, especialmente en la vasta región sur del territorio. Pregúntese por la protección ambiental de cuencas hidrográficas, selvas tropicales o de las zonas que están protegidas por legislaciones ambientales.

Piense el lector en el funcionamiento de las instituciones. En el estado de la productividad de todas las industrias. En el estado de la seguridad personal y patrimonial en el país. Piense en las cuestiones más básicas de la existencia. Trabajar y obtener un ingreso. Levantar a los hijos, prepararles un desayuno y llevarlos a la escuela. Salir a comprar comida y medicamentos. Enfermarse e ir a un centro de salud a buscar un diagnóstico y un tratamiento. Movilizarse de un lugar a otro. Elegir algún entretenimiento para los hijos o la familia –ir a un parque, visitar un museo, pagar una entrada para ver una película–.

Hoy por hoy, todas estas cosas son imposibles o casi imposibles, o están cargadas de dificultades. O no las hay, o no funcionan, o son insuficientes o son inalcanzables. La realidad en Venezuela, esto tenemos que aceptarlo, es la de un país en guerra.

Informes de Médicos sin Fronteras, de otras organizaciones no gubernamentales y de organismos multilaterales señalan que en el mundo están en curso 30 guerras o conflictos armados. En la prensa del mundo, casi a diario, se publican reportajes que hablan de cómo transcurre la vida cotidiana en esos países. Los dedicados a los hechos en Siria son, posiblemente, los más difundidos. Por las proporciones del conflicto y la duración de la guerra –ya ha sobrepasado los seis años–, Siria se ha convertido en un referente de la conflictividad fanática, de los intereses geopolíticos de las grandes potencias, y de una existencia cotidiana asediada por múltiples y recurrentes riesgos y dificultades.

¿Son comparables las realidades de Siria y Venezuela? No en los términos básicos. En Siria hay un conflicto armado, que ha causado algunas de las escenas y sufrimientos más atroces del siglo XXI, mientras que en Venezuela se trata de otro fenómeno: una red de bandas de delincuentes ha tomado el poder y ha destruido el país, a una velocidad que sobrepasa cualquier previsión. El delincuente en el poder no es distinto al atracador que acecha a un peatón en la calle: su lógica es la de quitarle sus bienes, al costo que sea, incluso el de la vida, para disfrutarlo. En ambos casos los objetivos son los mismos: robar de forma ilimitada, lograr la impunidad, inventar formas de huir (la asamblea nacional constituyente, el adelanto de elecciones, los CLAP, la colonización de los poderes públicos, son formas de huida, de desesperada búsqueda de la impunidad).

Aunque sean procesos distintos, las secuelas de ambas realidades –la de Siria y la de Venezuela– merecen ser contrastadas. En casi 7 años de guerra militar, en Siria han muerto 300.000 personas. En Venezuela, un poco más de 150.000 han sido asesinadas por la sumatoria de la delincuencia y de la violencia del Estado especializado en ejecuciones sumarias. En Siria, alrededor de 6 millones de personas han abandonado el país en las más diversas condiciones: refugiados, migrantes legales o ilegales, etcétera. En Venezuela, en el mismo período, más de 3 millones han emigrado hacia unos 50 países no fronterizos –hacia América Latina, Europa y Norteamérica, principalmente–, y casi medio millón ha cruzado, por vía terrestre, las fronteras hacia Colombia y Brasil.

En Siria, todos los días, casi 7 millones de personas deben resolver cómo se alimentarán. En Venezuela, la cifra se cuadruplica: 28 millones de personas se preguntan cada mañana qué comer, dónde conseguir los alimentos y, lo fundamental, sin poder prever a qué precios los encontrarán, en un escenario de hiperinflación, que el gobierno alimenta y alimenta con sucesivos aumentos que destruyen la economía, las empresas, la productividad y el empleo.

En Siria, a propósito del invierno, las organizaciones no gubernamentales que actúan en la zona advertían en diciembre de 2017 que casi 100.000 recién nacidos y menores de 6 años estaban en peligro de morir por desnutrición, enfermedades y falta de tratamientos médicos. En Venezuela, las mismas advertencias hechas por Cáritas, multiplican por 3 esa cifra: la población de los pequeños en riesgo es de 300.000.

La de Siria y la de Venezuela son dos guerras distintas. Pero son guerras. La sociedad venezolana afronta ahora mismo una persecución que está acabando con sus vidas. Es una guerra de baja intensidad, que mata de forma paulatina. Lentamente. Una guerra que socava. Que debilita. Que cierra los caminos. De ahogo y aplastamiento. La pregunta que sigue sin contestarse es la de si los 50 o 60 jefes de las bandas de delincuentes, su voracidad por robar y mantener la impunidad, lograrán imponerse o no a los millones de familias que claman por una vida de libertad, trabajo y acceso a los bienes básicos.