Han transcurrido 123 años de aquella determinación vil y artera que nos perpetró el desgajamiento de una séptima parte de nuestra geografía nacional: la abominación conocida como, Laudo Arbitral de París.
No nos cansaremos de insistir en calificar tal usurpación como una situación avergonzante para el Derecho Internacional Público.
Nuestro país ha reafirmado permanentemente ante el mundo que la aludida sentencia fue una maniobra, devenida en un ardid tramposo, que jamás hemos legitimado y menos ejecutoriado; porque la consideramos inválida, sin eficacia jurídica y sin fuerza para constituirse en elemento oponible a nada.
De las cuatro pretensiones procesales que presentó la excolonia británica en el escrito de interposición de acciones contra nosotros, por ante la Corte Internacional de Justicia, el 29 de marzo de 2018, la Sala Juzgadora (el 18 de diciembre de 2020) circunscribió la causa de la controversia, únicamente a la validez o invalidez del írrito y nulo Laudo, suscrito el 3 de octubre de 1899.
Por cierto, los tratadistas más renombrados del mundo han percibido con estupor tal maniobra contra Venezuela; e incluso se han permitido dejar sentados criterios sobre el particular; como es el caso del extraordinario aporte del reconocido jurista sueco Gillis Weter, quien, en un enjundioso estudio de cinco tomos, denominado Los Procedimientos Internacionales de Arbitraje (Edición-1979); precisamente en su tercer tomo, dedicado al arbitraje entre Venezuela y la Gran Bretaña, concluye:
“…Ese laudo Arbitral constituye el obstáculo fundamental para que se consolide la fe de los pueblos en el arbitraje y en la solución de controversias por vías pacíficas. Tal sentencia adolece de serios vicios procesales y sustantivos, y fue objeto de una componenda de tipo político”.
Hemos dicho, muchas veces, en todas nuestras conferencias en las universidades que si la Corte se dispone a examinar los hechos en estricto derecho, y si el Laudo en efecto es el objeto de fondo del Proceso, siendo así entonces, tengámoslo por seguro que se le presenta la mejor ocasión a Venezuela para desmontar (procesalmente), desenmascarar y denunciar la perversión jurídica de la cual fuimos víctima.
Lamentamos los contenidos discursivos del presidente Irfaan Ali, también de los voceros de su cancillería y demás acólitos; porque, no han hecho otra cosa que pretender torcer tamaña e innegable realidad histórica para sus propios intereses, en comparsa con insaciables transnacionales.
Allí lo que tienen tejida es una madeja de intereses entre el gobierno y las empresas que han venido esquilmando nuestros recursos, con las ilegales concesiones otorgadas.
Ya tendremos la ocasión – cuando la Corte sentencie a nuestro favor- de hacer una exhaustiva revisión al respecto.
El Laudo ha estado siempre viciado de nulidad absoluta. Insubsanable. Tal adefesio vergonzoso e infeliz está desprovisto de elementos esenciales para que pueda ser considerado jurídicamente válido.
No es que el Laudo sea anulable, es que es nulo de nulidad absoluta. No nace a la vida jurídica. Y lo termina de “sepultar” la aceptación plena de la representación inglesa y guyanesa cuando suscriben el Acuerdo de Ginebra, el 17 de febrero de 1966, que señala y sostiene en su artículo primero: “Se establece una Comisión Mixta con el encargo de buscar soluciones satisfactorias para el arreglo práctico de la controversia entre Venezuela y el Reino Unido, surgida como consecuencia de la contención venezolana de que el Laudo Arbitral de 1899 sobre la frontera entre Venezuela y Guayana Británica es nulo e írrito”.
Cuando se aceptan las categóricas calificaciones de nulo e írrito es porque se admiten –tácitamente- también que lo allí contenido es inexistente; vale decir que no genera efectos jurídicos, ni ninguna prescripción puede extinguir el vicio original; equiparable a la nada, y el Derecho no tiene por qué estarse ocupando de eso; porque se estaría ocupando de la nada.
Guyana no ha querido revisitar su historia para saber -conscientemente- a quién agradecer. Se han comportado con nosotros como unos ingratos e inconsecuentes.
De tal manera que no seguiremos siendo tan lerdos o indiferentes; mucho menos, en esta hora de trascendencia patriótica, cuando enfrentamos un juicio en la Corte Internacional de Justicia.
Estamos decididos – con todos nuestros enjundiosos justos títulos traslaticios sobre la Guayana Esequiba- a honrar la memoria de los insignes connacionales que nos antecedieron en esta lucha, por el presente de la patria y por las generaciones futuras.
Nuestra comparecencia ante la Corte, el 8 de marzo del próximo año —si así lo decide el Jefe de Estado- no estará encuadrada para pedir que sea rescindido o anulado el Laudo; porque tal documento es considerado como inexistente por Venezuela. Inexistente. Nunca cobró vida jurídica.
No vamos a la Corte para solicitar una decisión rescisoria. Rescindir o pedir la anulabilidad significa que le otorgaríamos algún hálito de judicialización; por cuanto, la anulabilidad presenta exteriormente, en principio, todas las apariencias de un acto perfecto.
Hay que saber distinguir entre estos dos complejos aspectos procesales. Los actos anulables son provisionalmente válidos. El acto anulable no es por sí nulo; puede –incluso- producir sus efectos jurídicos, hasta la declaración de invalidez. Hemos sostenido, a partir de 1966, que tal Laudo es nulo-ipso iure.
En la Corte Internacional de Justicia no perderemos el tiempo pidiendo la anulabilidad de algo inexistente.
Nuestro fundamentado petitorio se afianzará en la restitución, conforme al Principio de la Legalidad, de todo cuanto nos despojaron en aquella tratativa diplomática urdida por ingleses y rusos, en fecha de ingrata recordación.
Vamos por la restitución, para colocar las cosas – jurídicamente- en su sitio; teniendo como referente el año 1814, cuando el arrogante imperio inglés comenzó a ocupar nuestras posesiones al oeste del río Esequibo, el cual siempre había sido considerado nuestra frontera natural, por ese costado, a partir de la Real Cédula de Carlos III, del 8 de septiembre de 1777, al crear la Capitanía General de Venezuela.
Para encarecer lo vital y determinante de nuestro objetivo principal de reivindicación, tomaré prestada la frase de un digno compatriota, Don Mario Briceño Picón, hombre destacado en el campo de las letras y el gentilicio, quien figuró – por muchos años—en estas lides, las mismas en las cuales, hoy nos encontramos bastantes ciudadanos: “La obra independentista de Simón Bolívar no estará completa, mientras Venezuela no haya logrado la restitución del Esequibo”.
Siendo nulo e inexistente el Laudo Arbitral de París, como siempre ha sido, nos resulta impensable que tal documento conforme la base de la causa petendi en el proceso jurisdiccional incoado por la contraparte guyanesa.
Guyana aspira ganar sin las mejores cartas, ni tener con qué; y nosotros solicitamos e invocamos que la Corte haga justicia al hacernos justicia.
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