Las realidades, como si estuviesen encadenadas, empujan aceleradamente los escenarios en Venezuela. Es imposible predecir desenlaces, salvo afirmar lo que es evidente e instantáneo, lo que está de manifiesto más allá de lo sacramental.
El pueblo venezolano, sumido en una catástrofe económica y de bienestar, de pérdida de futuro, bajo cifras gravosas y las más gravosas del planeta, sin separaciones políticas o ideológicas –lujos para tiempos de normalidad democrática– reclaman un freno a tanto desatino y maldad. Sufre de hambre de libertad, necesitado del cese de la violencia, de rehacer las columnas desbaratadas de la familia, de tener pan para la boca de los hijos.
Quienes, desde afuera, en las pocas poltronas diplomáticas que se niegan a ver lo palmario y subliman intereses geopolíticos, sin medir alianzas tácitas con el crimen trasnacional –drogas y terrorismo– hay escándalo por no mediar una negociación que zanje el entuerto planteado. Obvian la realidad de un Estado criminal, Venezuela, que ayer controlaba Hugo Chávez Frías y ahora su causahabiente, Nicolás Maduro Moros; motivo por el que unas 26.000 personas mueren cada año, por homicidios, y desde hace 2 décadas.
Lo veraz es que no hay república allí donde desfallece la población por inanición, o donde esta muere a manos de grupos paramilitares armados por el propio detentador del poder de facto. Así de simple.
Algunos escribanos europeos al servicio de este resucitan la lógica decimonónica del colonialismo-imperialismo recreada hasta la caída del Muro de Berlín. Practican la dialéctica del cinismo, pues los presos políticos lanzados desde un edificio por los esbirros del régimen al caer no los mancha con la sangre, pues se trata de imágenes virtuales, propicias para escribir novelas y venderlas a las editoriales.
A Maduro, con todo y sus falencias, los gobiernos de América Latina –no la Casa Blanca– le regalan un plazo de gracia. Le advierten que es presidente de Venezuela reconocido hasta las 12:00 de la noche del día 9 de enero, cuando llega a término su discutido mandato. Y que el 10 de enero, como constatan desde entonces, amanecería Venezuela sin presidente electo.
De modo que, desde el amanecer del último 10 de enero, ante ese dato irrebatible y no admitiéndose constitucionalmente el vacío de poder, de pleno derecho, conforme incluso a nuestra tradición histórica, la Constitución confía el Poder Ejecutivo, entre tanto, temporalmente, mientras se realizan las elecciones necesarias del presidente de la República, a quien ejerce como cabeza del órgano parlamentario. La Asamblea Nacional, de suyo, es la sede natural de la soberanía popular.
Pocos medios internacionales, además, faltando a los deberes del oficio, hablan de la “autoproclamación” del diputado Juan Guaidó. Le sirven a Maduro, en bandeja de plata, el argumento del “golpe de Estado” en su contra.
La usurpación constitucional, que causa responsabilidad legal en Venezuela, antes bien, tuvo lugar el 10 de enero, al momento en que Maduro endosa, sin títulos, los símbolos del poder; que no lo hacen gobernante –lo ha dicho el joven presidente interino de Venezuela– así duerma con ellos. Es lo previsto por la Constitución.
Obviamente, durante días previos y hasta el 23 de enero pasado, pocos argumentan que el artículo 233 constitucional, ese que obliga a la cabeza de la Asamblea Nacional a cuidar del Poder Ejecutivo hasta que el país se dé un nuevo presidente electo, no alcanza al supuesto ocurrido. No había muerto o enloquecido el presidente electo, ausente al momento de jurar su mandato, sino que, concretamente, no había presidente electo. Mas, olvidan estos lo que es ortodoxia, que las lagunas jurídicas se colman por vía analógica o extensiva aplicándose al caso la norma que más se le aproxime. ¡El derecho, tanto como el poder, no admiten vacíos!
Guaidó, “proclamado” por la Constitución y no “autoproclamado”, es presa de esta como custodio temporal del gobierno. En el día citado, el 23, no hizo más que anunciar que ejercía su competencia desde el 10 pasado, evitando incurrir así en un pecado constitucional tan grave como la usurpación, a saber, la omisión de los deberes constitucionales.
Su línea de acción, anunciada y reiterada, es clara y precisa: (1) cese de la usurpación de Maduro, y (2) ejercicio de la provisionalidad del poder hasta y para la realización de elecciones democráticas.
En suma, el problema de Venezuela no es ideológico ni político. Es un drama con solución, y con opciones que apelan a la conciencia. Se trata de escoger entre la vida y el gobierno de la muerte, entre la libertad y el miedo al cártel que ha secuestrado al Estado y lo sostiene con sus sicarios, entre ponerle fin al asunto a través de las armas o en paz, mediante elecciones libres, observadas, competitivas, justas, ajenas al chantaje y a la explotación utilitaria de la pobreza.
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