Observo, más bien escruto, a Juan Guaidó. Siendo juventud en acto, revela la experiencia de un canto rodado. Espero no equivocarme.
Es novedad icónica dentro de la escena política. Viene del deslave de Vargas, que lo desteta. La tragedia natural deja heridas profundas sobre el cuerpo de la patria y atiza un sentimiento de orfandad. Como suerte de maleficio, fija el momento en que los vestidos constitucionales que endosa Venezuela, en 1999, se le dan manchados con barrial y sangre inocente.
Esa imagen es la que moldea a Guaidó, a contracorriente, cuando apenas frisa 16 años de edad. No tengo dudas al respecto. Le marca antes de que se muestre como esperanza, que lo es, y para su sorpresa, por un sino de la historia. Han trasncurrido casi dos décadas.
A lo largo de estas he observado con desvelo y mortificación el sostenido derrumbe y putrefacción de la República y apreciado que contamina aún a la nación. Se ha engullido a una generación. Y he de convenir, por lo mismo, que hasta lo aprendido por la mía de poco sirve ante la inédita perversidad de la experiencia.
Acaso Guaidó, miembro de la generación de 2007, con los ojos ágiles de su edad mira en dimensiones varias sin sobreponerlas ni confundirlas. La patria no existe y una tragedia natural fue el anuncio de su agonía. Hay caos hasta en sus confines, pero brota de los escombros y desde lo más profundo, diría el poeta, “agua de remanso, brisa mansa, luz de amanecer”.
De modo que serán propicios y útiles, ahora sí, los títulos de dos opúsculos que me obsequió en 2005, un cardenal a quien mucho debo y con quien departí sobre amigos e ideas comunes, y cuya condición posterior me lo ha puesto distante y hasta hecho diferente: “La nación por construir” y “Pongámonos la patria al hombro”, de Jorge Bergoglio, fijan hitos, sugieren líneas inteligentes para el trazado de “un cielo nuevo y una tierra nueva”.
Llegado el último 10 de enero, ciertamente, en réplica de nuestra tradición histórica invariable, la vigente Constitución, con sus falencias, estaba preparada para impedir el vacío de poder en Venezuela, sin mengua del poder que también se usurpaba de espaldas a la soberanía popular. Tanto es así que si un empleado menor renuncia a su cargo se le exige no abandonarlo hasta que le llegue sustituto y si huye o desaparece en el acto se nombra otro como interino, mientras aparece el titular.
Durante la dictadura de Juan Vicente Gómez, que es llano ardiente y sin límites, cada vez que finaliza su mandato, el general, no obstante, respeta los sacramentos constitucionales. A la medianoche del último día de su período constitucional precedente y antes de volver a jurar, el presidente de la Corte Federal recibía el poder como Encargado por breves horas; es decir, custodiaba el Poder Ejecutivo para evitar, así fuese por horas escasas, un limbo en el mando de la República.
Pues bien, el manido artículo 233 de la Constitución que hubo de aplicarse fue puesto de lado. Fue omitido esta vez al igual que el 10 de enero de 2013, cuando ocurre la primera usurpación de Nicolás Maduro. Una y otra vez con el propósito de impedir que el presidente de la Asamblea Nacional ejerza su competencia inherente, como encargado y conservador del Poder Ejecutivo, por defecto o falta de un presidente electo.
No han faltado los escribanos de circunstancia, como en el relato El Batracio, de Mariano Picón Salas, propicios hasta para obviar la ortodoxa interpretación extensiva constitucional, que validan la doctrina y la jurisprudencia hispanoamericanas con abundancia.
No vuelvo sobre lo ocurrido, por ser hecho consumado. Prefiero admitir que, acaso, todo ello responde a una táctica de apaciguamiento inteligente, heterodoxa, para poder construir la patria y que me es extraña.
El presidente Guaidó, generoso, ha pedido le hagamos críticas que ayuden a corregir el rumbo en medio de las aguas encrespadas. He leído el célebre Acuerdo sobre la Declaratoria de Usurpación de la Presidencia por Maduro. Apunto lo evidente. Dice que la usurpación por este “no encuentra una solución expresa” en la Constitución. Es falso.
Agrega que la Constitución fue “inobservada” por la propia usurpación, mezclándose el agua con el aceite, la falta de aplicación constitucional correcta con su abierto desprecio. De modo que, al término, se deja en el vacío –aquí sí– el tiempo y duración de la usurpación acometida y que se denuncia, que no pasa de ser, en la realidad, más que el acto demencial de un esquizofrénico que se cree Napoleón y firma decretos, a quien debe someterse a tratamiento por un loquero, mientras el encargado de la Presidencia se ocupa de lo suyo, sin más y sin esperar.
Que tenga o no ejércitos, Guaidó es otra cosa. El Papa no los tiene y es el jefe indiscutible del Estado vaticano. Mas, sí debo decir que aprecio sus movimientos acompasados y le veo ilusionado, en “estado de sats”.
“Sats” es, justamente, el momento previo del actor quien, antes de salir a la escena y urgido de mudar su personalidad en el tránsito desde el camerino, deja de ser lo que es; abandona su cotidianidad, su propio ser, y en los minutos antes de presentarse al público saca energías desde lo más adentro de sí. Pone de lado lo obvio y asume el rol que de él espera su representación dramática, en el caso, la del presidente encargado de Venezuela.
Tendremos paciencia.