COLUMNISTA

El Grupo de Lima o el síndrome de la Cenicienta

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

Dos recientes declaraciones de gobiernos miembros del Grupo de Lima llaman a severa reflexión.

Una de ellas, de Colombia, por voz de su embajador en Washington, afirma que no habrá salida posible en Venezuela sin la unidad de la oposición, mientras que el reciente vicepresidente electo de Brasil indica que el régimen de Nicolás Maduro Moros caerá por sí solo.

Lo insólito es la suerte de prórroga de legitimidad que el mismo gobierno colombiano, al que se le anticipa el presidente de Panamá, Juan Carlos Valera, le da al dictador Maduro. En la práctica le consideran un demócrata hasta el venidero 10 de enero. Por lo visto, y en un tris, la magia democrática le dejará desnudo y en la calle, como a la Cenicienta, cuando las manecillas del reloj se junten a las 12 de la noche del día precedente, que será un miércoles.

El espectáculo no puede resultar más bochornoso.

Si cabe –que sí cabe– la imagen de un secuestro para describir la tragedia de los venezolanos, lo protuberante es que las agencias policiales que acuden al sitio del delito y lo constatan, ante la imposibilidad de avenirse para resolverlo, culpan a las víctimas. Tachan a los secuestrados por hacerles más gravosa la tarea, por no saber cómo burlar a quien los mantiene como tales y con uso de la violencia suma.

Así, ha vuelto a sus andanzas, en terreno abonado, la comandita de rufianes que integran lo que queda en pie del Foro de São Paulo, en primer término, los impresentables ex presidentes Ernesto Samper de Colombia, Cristina Kirchner de Argentina, y Dilma Roussef de Brasil. Y entretanto, Pedro Sánchez, de España, se apresura a visitar la meca de la paz en el Caribe, la sanguinaria Cuba de los Castro.

Su canciller, Josep Borrell, no por azar insiste en que “la salida es política”, es decir y de acuerdo con sus palabras, “lo que salga tiene que salir de un proceso de diálogo entre los venezolanos”.

En fin, ¡que vean cómo se las arreglan!

Que cada uno cargue con sus problemas y no fastidie, parece ser la máxima de la diplomacia iberoamericana actual, solo preocupada por los efectos de la diáspora que le incomoda en sus hogares. Nada más.

Es eso lo que marca a este tiempo en el que hemos dado a Dios por muerto: todo vale, todo cabe, hasta cambiar de sexo cada vez que se nos ocurra. Y en ese mar de incoherencias, el propio Borrell se permite criticar a Donald Trump por querer arreglar los asuntos de su casa sin mirar a los terceros. No dice lo mismo, sin embargo, tratándose de AMLO, quien postula otro tanto para México.

Lo del Grupo de Lima es de antología. Dará que hablar a quienes escriban su historia.

Al inaugurar sus sesiones el 8 de agosto de 2017 sostiene de manera firme la existencia de una “ruptura del orden democrático en Venezuela”. Asume el compromiso de accionar para su “restablecimiento”. Y el 23 de septiembre considera que “su gobierno –el de Maduro– quebranta las normas constitucionales, la voluntad del pueblo y los valores interamericanos”. Más claro imposible.

Desde ese tiempo, en consecuencia, el dictador venezolano pierde toda su legitimidad democrática ante los demás gobiernos de la región. Les incomoda, con razón y derecho, que este haya tirado por la borda el voto universal, directo y secreto, puerta de entrada a la experiencia de la democracia, y cómo forja a dedo su asamblea nacional constituyente.

Luego vino el frenazo, el galimatías. ¿Quién hizo de gestor o de lleva y trae? Vaya usted a saber.

El grupo, llegado el 26 de octubre, pide ahora un acuerdo negociado entre las partes –entre el secuestrador y sus secuestrados– y “exhorta a las diferentes fuerzas de oposición a mantener su unidad”. Al punto de que el 23 de enero de este año, se desdice, entonces sí, palmariamente. Al igual que Maduro, quien se burla de la Constitución, a los gobiernos reunidos en Lima les resultan exquisitas las categorías de la Carta Democrática Interamericana. Declaran, de suyo, tácitamente, que no hay más “ruptura” en Venezuela y tampoco que Maduro “quebranta las normas constitucionales”.

Lo planteado, para lo sucesivo, es “el retorno a la normalidad democrática” luego del período de anormalidad existente. Todo queda en manos de Danilo Medina, presidente dominicano y del gran celestino de la narcodictadura venezolana, José Luis Rodríguez Zapatero.

O la memoria del grupo es corta o su fragilidad de principios es tanta que se revela incapaz de fijarle un norte a nuestras sociedades, un punto mínimo de discernimiento que las ayude a separar la paja del heno –no hablemos de distinguir las democracias de las dictaduras– o cuando menos a distinguir entre la decencia y la indecencia.

¿No le basta, acaso, el deslave de impudicias para el que se juntan la Odebrecht, Lula da Silva y sus camaradas, y los cárteles colombo-venezolanos del narcoterrorismo?

Han contaminado con sus crímenes y corruptelas a una parte importante de las élites en el hemisferio. Mas algunos observadores respetables –leo días atrás– prefieren pastorear nubes. Atribuyen a la crisis de bienestar el desencanto democrático y la amenaza de los Bolsonaro. No se dan por enterados del resto, del hartazgo, que es lo esencial. Nada les escandaliza que se negocie “políticamente” con los jefes del narcotráfico.

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