Iván Duque asume la Presidencia de Colombia con el poco honroso récord de ser la primera productora de cocaína del mundo. El solo hecho de que el negocio del narcotráfico se encuentre en los dramáticos niveles en que se expresa en el país vecino es inequívoco signo del estrepitoso fracaso de la gestión de Juan Manuel Santos en este específico terreno de vital importancia para su país. Frente a ello no es posible cerrar los ojos repitiendo sin cesar que fue la paz la gran ejecutoria de su mandato. Porque es que entre guerrilla y narcotráfico existe una tan extremadamente íntima relación que no es posible intentar desterrar una e ignorar la otra.

La Oficina Nacional de Control de Drogas acaba de revelar que la capacidad de producción de cocaína en Colombia habría aumentado 19%, para pasar de un estimado de 772 toneladas métricas en 2016 a 921 toneladas métricas en 2017.

Una reflexión es necesaria. No es posible producir resultados en el combate a la lacra de la explotación de la droga si no se imponen medidas dramáticas que provoquen la extinción los cultivos ilícitos. Sin hojas de coca y sin su procesamiento, el lucroso negocio no existiría y de allí el empeño de los gobiernos anteriores al actual para detener la siembra y vigilar y obstaculizar su transporte.

El balance a estas horas, a escasos días del traspaso de la banda presidencial, es que existen en el país 207.000 hectáreas sembradas de matas de coca que se procesan y se transportan desde el corazón del país. Las cifras son de las autoridades estadounidenses.

De la siembra es de donde parte el negocio que no lucra al campesino en la misma medida que quien mercadea la cocaína. Y sin embargo es allí donde está la raíz del mal. El financiamiento de la siembra y su recolección proviene de los dineros que se hacen al final de la cadena y los recursos son provistos por quienes consiguen el lucro final, es decir, la guerrilla colombiana en conjunción con las bandas de narcotraficantes que se han armado dentro y fuera de Colombia para colocarla en los mercados que pagan por ella.

Bien sea por temor a represalias o por la facilitación que la guerrilla le provee en dinero y transporte de la hoja, el campesino se encuentra anímica y económicamente ubicado más del lado de sus verdugos que del gobierno. Estos no reciben de las autoridades ni semillas alternativas, ni los dineros en montos suficientes, ni la asistencia en infraestructura necesaria para la migración dentro de sus predios hacia cultivos lícitos, lo que no hace sino apuntalar el beneficio que son capaces de extraer de la siembra de la coca.

Recientemente han vuelto a surgir soluciones mágicas como la aspersión de los cultivos con drones a poca altura, de manera de impedir algunos de los efectos colaterales que provocaba la aspersión del glifosfato, pero el problema de raíz en cuanto a la sustitución de cultivos que brinden ingresos razonables al campesino subsiste. Un reciente trabajo publicado por el periodista Gerardo Quintero abunda sobre la complejidad del tema cuando se refiere a lo que es preciso hacer en las regiones de Nariño, Cauca, Putumayo, El Catatumbo, puntales de la actividad soterrada del narcocultivo para provocar un cambio de modelo agrario. “Si no se construyen las carreteras adecuadas, si la conectividad de este bendito país no mejora, si no se subsidian algunos productos agrícolas, si no se hace acompañamiento real a los pequeños agricultores, si no les titularizan sus tierras, cómo se espera que esos mismos campesinos, que viven en la miseria, se dediquen a cultivar otra cosa que no les genera la misma rentabilidad”.

En pocas palabras, al presidente que se estrena en pocas semanas le colocarán un pesado fardo sobre sus hombros en este sensible problema, y este deberá ser enfrentado proactivamente y sin mezquindad en cuanto a la asignación de inteligencia estratégica y recursos. 


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