De la noche a la mañana Colombia cambió de rumbo. Dejó de ser fuerte en la exportación de sus propios ciudadanos para convertirse en un gran refugio de hombres y mujeres provenientes de otras tierras, en este caso de venezolanos.

No les ha resultado fácil a los amigos neogranadinos adecuarse al inmenso contingente de compatriotas nuestros que a diario cruzan la frontera para escapar del doloroso desastre que tiene descompuesta sus vidas y para –sobre todo– tratar de fraguarles un destino mejor y confiable a sus hijos.

Un estudio publicado por 4 prestigiosas instituciones americanas y colombianas, entre las que se encuentra la Universidad Javeriana, afirma que la cuenta alcanza de 70.000 a 80.000 de los nuestros que cada día se animan a traspasar el umbral fronterizo para instalarse del otro lado o seguir a otros destinos.

En evidente que Colombia no podía estar preparada para un éxodo del calibre que estamos protagonizando. Si somos reflexivos nos toca entenderlo en profundidad, justificar y ser indulgentes –de buena gana, además– con la reacción limitada o lenta que ha habido a escala del gobierno central y de las administraciones regionales.

No se trata, como dicen muchos, de que los colombianos estén hechos de una pasta distinta a la venezolana, que lo que sí somos es abiertos de espíritu y generosos. El problema reviste características realmente épicas, además, por lo repentinas. Nada tiene que ver con generosidad el armar una solución para Colombia frente al monumental caos social, económico, de salud y de seguridad que están teniendo que enfrentar los hermanos neogranadinos y su gobierno como consecuencia del aluvión descontrolado de vecinos.

La dadivosidad del ciudadano neogranadino sí que existe y se hace patente en las colosales colas de venezolanos que reciben un plato de comida caliente, iniciativa organizada con las uñas por parte de la sociedad civil en las ciudades cercanas a la frontera.

El conflicto de los gobiernos nacionales y regionales es otro. El primero, disponer de una política migratoria de orden general, pero que atienda, además, la especificidad del momento: hordas desordenadas de ciudadanos nuestros, más de 800.000 para esta hora, que comenzaron súbitamente a atravesar la frontera sin credenciales, depauperados, hambrientos, sin trabajo ni preparación para emplearse, enfermos y sin protección de salud.

En el Palacio de Nariño el tema no se ve con indiferencia. Se trata con preocupación y, al tiempo que se arma un plan de ayuda humanitaria, se aportan los recursos, se diseña una política para el sector y se aborda el tema de seguridad involucrado, sin echarle más leña al fuego de las dañadas relaciones bilaterales.

Hay quien comenta que un artificio similar al de la exportación a Miami de los “marielitos” en 1980, lo que permitió a Fidel Castro salir de buena parte de la escoria cubana, estaría siendo puesto en marcha por el gobierno revolucionario venezolano y sus mentores de la isla, para vaciar los centros de reclusión de delincuentes de toda pelambre y facilitarles el éxodo a fin de hacerles la cuesta más empinada a los colombianos.

Así las cosas, toca instar a los vecinos a darle espacio en su normativa a este tipo de inesperadas circunstancias migratorias y a adecuar sus instituciones para hacerle frente a la demanda incremental de servicios y de asistencia.

De nuestro lado, nos toca celebrar el esfuerzo que Juan Manuel Santos hace en estos terrenos y agradecer, de viva voz, los muchos platos de sopita caliente que los nuestros reciben cada día de colombianos ciudadanos de a pie.


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