Cuando la Editorial Arte, ese summum de la industria editorial venezolana, publicó Los días y la política de Gonzalo Barrios, una paráfrasis de Los trabajos y los días de Hesíodo, ni Juan Guaidó ni Leopoldo López habían nacido y ni siquiera sé si sus padres se habían conocido. Corría el año de 1963, finalizaba el primer gobierno democráticamente electo de la historia venezolana y Barrios, posiblemente el más iluminado, culto y preparado de entre todos los políticos venezolanos de aquellos tiempos, llevaba más de treinta años dedicado a la actividad pública. Haciendo acopio de una indiscutible grandeza, cinco años después, en 1968, se negaría a aceptar el arbitrio del Consejo Supremo Electoral, que escarbaba entre los votos para certificar la victoria de Rafael Caldera por poco más de 30.000 sufragios, saliendo del impasse con una de las más trascendentales declaraciones de bien democrático en la vieja historia de fraudes que nos persigue desde los comienzos de la República, como lo testimonia el primer embajador del Reino Británico en Venezuela, sir Robert Ker Porter, quien dice que en ningún sitio los fraudes y robos de votos son más escandalosos que en Venezuela. Dijo entonces textualmente, en respuesta a los compañeros de Acción Democrática que lo instaban a negarse a aceptar tan discutibles resultados electorales,con un pase digno de Manolete: “Al gobierno más le vale una derrota cuestionada que una victoria discutida”.
La perversión moral de la vida pública venezolana, a medio siglo de distancia, alcanza contornos tan degradantes y escandalosos, que la Universidad de Madrid, después de un exhaustivo análisis de sus resultados, certifica que ni uno solo de los comicios celebrados en Venezuela desde el 6 de diciembre de 1998, celebrado bajo el arbitrio de la plena vigencia democrática de la tan vituperada cuarta república al extremo de avalarle y permitirle la victoria electoral a su asaltante y asesino, el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, ha sido imparcial y transparente: todos los de Chávez y Maduro han sido ominosamente irregulares y fraudulentos. Como cumpliendo al pie de la letra las palabras del historiador venezolano Luis Level de Goda, que entre las terribles e inherentes consecuencias de las innumerables revoluciones venezolanas hacía constar la corrupción y la degradación moral de una gran mayoría de venezolanos.
El milagro democrático de la república liberal instaurada tras la firma del Pacto de Puntofijo, vigente desde el 23 de enero de 1958 hasta el 6 de diciembre de 1998, fue posible gracias a una media docena de grandes hombres, entre los cuales Gonzalo Barrios es una de las más señeras. Y si lo destaco, con el fin de demostrar que la historia, contrariamente a lo que sostiene el marxismo, es producto de los hombres antes que del azar de las circunstancias, es con el fin de hacer visible la grave, la inmensa crisis de liderazgo que sufre la República. Lograda y obtenida tras la sistemática pulverización de nuestras tradiciones llevada a cabo con saña y alevosía, a plena luz del día y con la entusiasta colaboración de publicistas, académicos y columnistas, en fin: de la siniestra fauna de artistas e intelectuales abajo firmantes que no trepidaron en mentir, engañar y falsear los hechos de la historia contemporánea de América Latina al señalar, sin pudor alguno y en el colmo de la falsificación de los hechos, que Fidel Castro era un ejemplo en la dignificación de los días y la política de América Latina: “Afirmamos que Fidel Castro, en medio de los terribles avatares que ha enfrentado la transformación social por él liderizada –se obvian los fusilamientos y asesinatos por miles cometidos por él y sus hombres en La Cabaña, en El Escambray y en todos los rincones de la Cuba que se defendía del asalto armado– y de los nuevos desafíos que implica su propio avance colectivo, continúa siendo una entrañable referencia en lo hondo de nuestra esperanza, la de construir una América Latina justa independiente y solidaria”. El más monstruoso de los tiranos caribeños convertido por arte del birlibirloque de la infamia, en ejemplo a seguir. Chávez y Maduro lo han seguido fiel, obsecuente y servilmente, provocando la más horrenda de las crisis humanitarias sufrida por América Latina en sus quinientos años de historia.
Personalidad renacentista y de sólida formación humanística, Gonzalo Barrios combina su cultura universal con el análisis histórico complejo de su concreta circunstancia. Y en uno de los artículos allí recopilados, «La Historia», publicado en El Nacional el 23 de junio de 1962, hace mención del subterfugio preferido por el comunismo internacional desde su propio anclaje en la filosofía hegeliana: el recurso a Clío, la diosa de la historia, para justificar todos sus desmanes presentes. Se reprime, se persigue, se hambrea, se encarcela y se tortura hasta la muerte, incluso se lanza desde un décimo piso a un concejal opositor, se le arrancan los ojos a un niño y se apalea hasta triturarle todos sus huesos a un capitán de corbeta “en nombre de la historia”. El fin justifica los medios. Es la justificación escatológica del terror del presente con la promesa utópica del cumplimiento de la felicidad del fin de los tiempos: “Los detractores de la democracia nacional que expresan insatisfacciones de izquierda” –imaginamos su referencia a Pompeyo Márquez, a Teodoro Petkoff, a Moisés Moleiro, a García Ponce, a Luis Miquilena, a Américo Martín, en fin: a todos quienes soñaban con seguir la senda de la Sierra Maestra– han insistido mucho en señalar a Cuba como el ejemplo que necesariamente seguiría nuestro país en su marcha hacia un futuro revolucionario históricamente determinado. Según ellos, nuestra ruta hacia la Historia pasaba por La Habana.”[1]
Sin que nadie tomara en serio las palabras de Chávez, no es que estemos en “la isla de la felicidad”. Nos hemos rebajado a ser su satrapía. Vale decir: el reducto colonial de su dominio en Tierra Firme. Como cualquier emirato de los tiempos de Las mil y una noches. Y Venezuela es hoy la imagen perfecta de la más atroz de las tiranías castrocomunistas. En comparación con la cual, Cuba es una dictadura de medio pelo. Lo cuenta en detalles una castrista ferviente que en un insólito quid pro quo típico de la hipocresía universal de los tiempos que corren, ha sido designada por el socialista que maneja a las Naciones Unidas, otro soberano quid pro quo, el portugués António Guterres, como su alta comisionada para la defensa de los Derechos Humanos, las dos veces ex presidente de Chile, Michelle Bachelet. Sin que de su detallado y prolijo catálogo de iniquidades se desprenda una sola acción liberadora concreta.
Propio también y caracterísitico de la hipocresía dominante, todas las naciones del hemisferio se niegan a reconocer la gravedad del caso asistiendo al pueblo venezolano a sacudirse hoy, no al final de los tiempos, de su tiranía. Y dada la inmensa gravedad de los daños históricos infringidos, recurrir a todos los medios que están sobre y debajo de la mesa para lograr ese fin humanitario: desalojar la tiranía y devolverle la libertad a ese pueblo aherrojado, cumplendo con la sagrada responsabilidad de proteger en cumplimiento del R2P decretado por el Consejo de Seguridad en 2005 para casos como el que sufre el pueblo venezolano. Podrá escribirse en el futuro la larga y enrevesada historia de la claudicación de los propios venezolanos frente a la satrapía y la asistencia de todas las cancillerías de la región a encadenarlos satisfactoriamente. El caso venezolano bien podría engrosar la historia de la evasión de las democracias occidentales frente a sus obligaciones contractuales ante la sistemática destrucción de uno de sus miembros. Ya en pleno siglo XXI se acepta, tolera y reconoce un holocausto. No de un grupo racial o religioso, sino de una nación entera.
Traer a colación el nombre de un humanista como Gonzalo Barrios no tiene otro propósito que demostrar una de las causas más evidentes que han facilitado y permitido este holocausto nacional: la trágica decadencia de nuestro liderazgo. No hay, hoy por hoy, ningún dirigente político de su grandeza y estatura. Sin el auxilio internacional no habrá salida para esta tragedia. Es hora de entenderlo.
[1]Gonzalo Barrios, Los días y la política, pág. 299.
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