Una de las consecuencias imprevistas de la globalización es la lucha contra la corrupción. No sé si Lula da Silva se da cuenta, y ni siquiera sé si le interesa percatarse de que sus actuales pesadillas brasileñas se originaron en un orfanato público milanés, en Italia, en 1992, cuando Mario Chiesa, el gerente, le cobró una pequeña coima de unos 20.000 dólares a la empresa de limpieza que tenía la contrata de la institución.
Era la novena vez que el pobre hombre tenía que pagar. La justificación de Chiesa, seguramente cierta, es que tenía que distribuir la plata con sus jefes. El contratista estaba “alambrado” por la policía. Cansado de pagar sobornos, había hecho la denuncia y tenía micrófonos. Un fiscal que no le temía al gobierno, Antonio Di Pietro, comenzó a tirar de la cuerda y descubrió lo que todos los italianos sabían de una manera imprecisa: que el país era una sentina. Estaba podrido de la cabeza a los pies.
La “Operación Manos Limpias”, montada por Di Pietro, se saldó con la total destrucción del andamiaje político construido tras la Segunda Guerra Mundial, 1.233 condenados a cárcel, 429 acusados absueltos y unos 30 suicidios de corruptos y no-tan-corruptos, desesperados porque sus nombres habían sido maltratados por la prensa que se apresuró, como siempre sucede, a rematar a los heridos dándoles muerte civil con un telediario o un editorial apuntándoles a la nuca.
La refriega terminó, parcialmente, cuando Silvio Berlusconi, condenado a 7 años, pero absuelto en la apelación, tuvo la desfachatez de eliminar mediante un decreto la pena de cárcel para los delitos de fraude y soborno, típicos de la madeja criminal desentrañada por Di Pietro en lo que la prensa llamó Tangentópolis: la ciudad del soborno. (Tangente es la elegante palabra italiana para llamar esos ingresos ilegales).
Ahora Lula da Silva y casi toda la estructura política, a la izquierda y derecha del espectro político, se enfrentan al fiscal Sergio Moro, en una trama que compromete al gran empresariado brasileño, especialmente a Odebrecht, en la mayor fuente de corrupción del país: Petrobrás, como revela la magnífica serie El mecanismo divulgada por Netflix.
Como en el caso italiano, la corrupción brasileña (y la mexicana, y la de casi toda América Latina) permea a la sociedad y se ha convertido en una forma cotidiana de vivir. Los funcionarios y políticos más importantes asignan las grandes licitaciones a las mayores empresas por un enorme sobreprecio que se reparten, sabedores de que los ciudadanos pagarán por ellas sin protestar demasiado porque muchos se aprovecharán de cobrar sus coimas por otros negocios ilegales.
Esa actitud es la que está llegando a su fin en todas partes como consecuencia de la globalización de la lucha contra la corrupción. Un fenómeno que se concreta en la imitación de conductas heroicas sostenidas por figuras valientes del Poder Judicial que se atreven a juzgar a personajes poderosos, como acaeció en Italia y hoy sucede en España, Brasil, Argentina o, incluso África, donde, José Filomeno dos Santos, el hijo del ex dictador angolano Eduardo dos Santos (1979-2017), ha sido acusado de robarse 500 millones de dólares pertenecientes al tesoro público.
En rigor, es muy conveniente que termine la impunidad. No es una casualidad que los países más desarrollados y prósperos del mundo sean, fundamentalmente, los más honrados, o, al menos, aquellos en los que no existe impunidad. ¿Cuál es la relación? Al margen de la indignidad que conllevan estos comportamientos desmoralizantes, hay al menos cinco argumentos clave para combatir la corrupción:
Primero, los sobreprecios encarecen tremendamente los bienes y servicios.
Segundo, la economía de mercado fundada en la propiedad privada descansa en la competencia abierta en precio y calidad.
Tercero, la productividad –hacer cada vez más con menos recursos– depende de la competencia. Sin un aumento gradual de la productividad no existen el progreso ni la prosperidad.
Cuarto, ¿para que se esforzarían los emprendedores si lo único importante son la coima y las relaciones para hacer negocios sucios?
Quinto, ¿cómo quejarse del desprecio de la sociedad hacia los gobiernos en los cuales los políticos y los funcionarios roban a mansalva?
Los Estados de Derecho, desde fines del siglo XVIII, han sido montados sobre la premisa de que la soberanía descansa en los ciudadanos, y todos son iguales ante la ley. Un gobernante no puede enriquecerse ilegalmente y exigir que otro no trafique con drogas. Las leyes hay que cumplirlas todas o atenerse a las consecuencias.
En realidad, no es algo nuevo. La globalización no es solo una cuestión comercial. La corbata, las computadoras, las modas literarias, casi todo, nos van conquistando poco a poco. Ahora le tocó el turno a la corrupción. Es bueno que los gobiernos latinoamericanos adviertan que no es un fenómeno pasajero o muchos políticos y empresarios acabarán presos.