No más. Se les agotó el tiempo y la estrategia. Ese pueblo al que sometían a través de los denominados castigos ejemplarizantes para mantenerlo desmoralizado, frustrado e impotente, ya despertó. Los venezolanos no somos los mismos, ni quienes están en Miraflores tampoco. Los que hasta enero nos sentíamos atrapados e imposibilitados de salir de la peor crisis nacional, hoy estamos seguros de que pronto lo lograremos. Mientras tanto, quienes se aferran al poder se muestran erráticos y visiblemente debilitados. Ya no son tan poderosos como nos hicieron creer por años. Ninguna de las dos partes son ni la sombra de lo que eran. En cuestión de días se invirtieron los papeles.
Atrás quedaron esos años en los que la desesperanza aprendida nos mantenía en un estado depresivo, con la alegría y la fe mutiladas e inmersos en una resignación colectiva que nos impedía siquiera pensar en la posibilidad de cambiar el gobierno. Hoy tenemos sueños y esperanzas renovadas. Hoy sabemos que tenemos que mantener la calma y caminar con firmeza hacia el objetivo principal. Tenemos la certeza de que vamos bien, muy bien.
Hoy sabemos que no estamos solos, que el mundo entero apoya el cese de la usurpación, el gobierno de transición y elecciones libres en Venezuela. Hoy somos conscientes de que debemos respetar las estrategias trazadas para salir de una vez por todas de esta calamidad. En definitiva, rompimos las cadenas que nos mantenían atados a nuestro opresor y no estamos dispuestos a abandonar nuestro sueño de libertad.
Por dos décadas fuimos blanco de experimentos psicológicos que doblegaron nuestra alma. Desde la llegada del chavismo, estos se dedicaron a desarrollar el manejo del poder de la manipulación y la destrucción de nuestra autoestima hasta convencernos de que nada podíamos hacer en su contra, que eran una especie de poder divino y omnipresente y que solo ellos nos garantizaban la supervivencia.
Nos trataron como a los perros de Martin Seligman, y hasta enero pasado lograron los mismos resultados. El creador del concepto de la desesperanza aprendida descubrió que, tras someter a un animal a descargas eléctricas sin posibilidad de escapar de ellas, dicho animal no emitía ya ninguna respuesta evasiva aunque, por ejemplo, la jaula estuviera abierta. Es decir, el animal había aprendido a sentirse indefenso y a no luchar contra ello porque hiciera lo que hiciera siempre obtendría el mismo resultado negativo. El estudio concluyó que la consecuencia más directa del proceso es la inacción o la pérdida de toda respuesta de afrontamiento.
Con esta corriente psicológica se puede explicar el fenómeno social venezolano a lo largo de los últimos 20 años. Es por eso que ahora, cuando estamos tan cerca de cerrar este capítulo nefasto de nuestra historia sentimos incredulidad, miedo y angustia. Por ratos se nos mezclan las esperanzas de un futuro próspero con el susto de no saber si de verdad lo lograremos. Eso es normal cuando por tantos años lo único que hemos aprendido es que no había nada que hacer, ni ahora ni nunca, y que por más que lo intentáramos nada lograríamos. Pero así como ellos redujeron nuestra calidad de vida a su mínima expresión hasta chuparnos la sangre y robarnos el alma, hoy Juan Guaidó, con la Asamblea Nacional y todo el apoyo internacional, nos han dado un remezón descomunal y nos han hecho creer que todo es posible.
Esta semana abarrotamos las calles otra vez. Hacemos lo que nos toca: atender el llamado a salir a reclamar nuestros derechos cada vez que sea necesario. Cada manifestación masiva es un golpe fulminante para quienes están en Miraflores. Ellos insisten en sus bravuconadas pero ya no tienen poder sobre nosotros. Se lo quitamos. El juego se acabó. Hasta el dictador cubano, Fidel Castro, lo tenía claro cuando dijo: «Si la mayoría del pueblo no está con la revolución, la revolución puede perder el poder». Ya no más. Game over.
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