Discutir a estas alturas sobre lo que pudo ser y no fue, rasgarnos las vestiduras y lamentarnos porque la MUD y las oposiciones no pudieron formular un acuerdo unitario para lograr la salida de Maduro; continuar con una guerra de descalificaciones en las filas opositoras, más que criminal, suicida; desconocer a quienes no piensan como nosotros, lo cual es una estupidez, porque todo radicalismo es estúpido; entrar en la desesperanza, la resignación y abandonar la lucha, en momentos tan trágicos como los que vive Venezuela, no tiene razón de ser. Creo que lo vigente, además de recuperar el espíritu combativo de todo demócrata que se respete, es ahondar sobre el dilema ciudadano entre votar o no votar, si es que nos centramos en las circunstancias terriblemente dolorosas que están ahogando a los venezolanos, producto de las acciones de un régimen autocrático, hostil y excesivamente perverso.
Son abrumadoras las pruebas de que Venezuela está sufriendo los efectos del huracán; que de no detener esta destrucción el país corre el riesgo de desaparecer; que con niños, mujeres y ancianos en las calles buscando alimento en la basura todos los días, las calles muestran lo desesperado de la hora; que si hay un ejemplo vivo de una vena abierta por la que se desangra la nación está en la diáspora que nos desnuda y debilita y evidencia un país en vías de destrucción, dándonos la razón para decir que esta tragedia ya no se soporta y que es urgente echar mano a todos los métodos pacíficos posibles, para detener la devastación total del país.
Nuestra educación cívica, materia tristemente desaparecida de las escuelas desde hace mucho tiempo, nos ha enseñado que para salir de un mal gobierno, los métodos son: la vía electoral, el golpe de Estado, la renuncia, la rebelión popular, preferentemente sin baños de sangre, y en la retaguardia, las menos deseables de todas: la intervención bélica internacional y la guerra civil. Dicho esto querido lector, estúdielas, reflexione y decida en sana paz con su conciencia, cuál de todas ellas es su preferida.
Abstenerse, ciertamente, es un derecho, pero a mi juicio es una opción que a nada conduce, que no arroja resultados, no deslegitima y mucho menos a un régimen que actúa sin pedir permiso a nadie y que se ríe como las hienas cada vez que agrede a los demócratas y a la democracia. Coincido plenamente con Simón García cuando señala: “Si la abstención gana, lo revelan estudios politológicos y el Ensayo sobre la lucidez de Saramago, quien pierde es la democracia. La abstención desmoraliza porque es hija de la idea de que el régimen es invencible. Es escasa su capacidad para movilizar y absoluta su inutilidad para impedir, mesa por mesa, que el régimen haga lo que quiera. La abstención es la renuncia a disputarle el poder a un gobernante que ya está derrotado con el 80% de la población en contra y una mayoría muy dispuesta a ir contra Maduro. ¿Por qué negarse a disputar el poder y ganarle?”. Añado que es bueno recordar la abstención del 2005 para explicarnos cómo, al renunciar al voto, el régimen se apoderó totalmente de la AN y logró encerrar la libertad en un corral sin salida. En todo caso, por ser grave y terminal la situación del país, sus promotores deberían exponer con total claridad y transparencia junto a sus argumentos, qué hacer antes, en y después, de que el dedo votante se declare en huelga.
En cuanto al golpe de Estado, fórmula que tanto seduce a un sector de la población, ni es recomendable en estos tiempos de “gorilismo populista”, ni pareciera factible mientras la cúpula mayor de la FA, por ser el pilar que mantiene al régimen de Maduro, tenga en su poder el negocio del petróleo, el arco minero, el comercio de la medicina y la comida y, como si fuera poco, el cuidado de las fronteras.
Cuando hablamos de la renuncia de Maduro hay que decir que hace falta mucho más que los discursos que han llenado páginas enteras exigiéndola, sin resultados; que hace falta mucho más que recurrir a su partida de nacimiento, o a declarar espuria a la asamblea constituyente, o señalar de inconstitucionales las sentencias del TSJ; que hace falta mucho más que las acciones de la OEA que han encontrado en la complicidad de algunos regímenes con orientación política similar un muro de piedra dura para la instrumentación de la Carta Democrática Interamericana. Por lo tanto, tenemos que concluir que para materializar la tan deseada renuncia tendría que ocurrir o bien que lo decida la cúpula gobernante porque el fraudulento panorama electoral se le complique, cosa perfectamente posible, o porque surja una presión popular dotada de una energía unitaria proporcionada por el encuentro de la dirigencia política con los reclamos del pueblo y la sociedad civil toda, con fuerza y convicción, sin desmayos, ni vacilaciones, capaz de demandar el cambio y de promover y realizar una movilización que, de ser necesario, y las circunstancias lo exigen, concluya en una huelga general indefinida, lo que requiere de un liderazgo con alta credibilidad.
En cuanto a las esperanzas que algunos ponen en la ayuda internacional, no me refiero a la que en forma creciente, con convicción y prudencia, acompaña a la oposición exigiendo el regreso a la democracia, sino a aquella otra que va más allá de la vía diplomática y de las sanciones impuestas, esa que tiene un tinte bélico, circunstancia desde todo punto de vista indeseable, les pediría que voltearan sus miradas hacia Siria para que desistan de la idea, o que se paseen por el recordatorio que me hizo mi amigo, el doctor Carlos González, médico investigador de la UCV y perspicaz observador de la política, en una conversación sobre el tema: “Recordemos a Cuba: en 1961 Bahía de Cochinos, en 1962 los cohetes y en 2018 todavía están allí, como el dinosaurio del cuento de Monterroso”.
Nos queda entonces el “método” electoral, y para quien esto escribe, aun sabiendo que han crecido en ensañamiento el ventajismo, el abuso de poder, la violación de la Constitución, la represión, la amenaza, el chantaje y el fraude, armas predilectas que suele utilizar el régimen con todo su potencial destructivo, la vía electoral sigue siendo una opción que está disponible y que solo depende de la voluntad de cada ciudadano, sin que nada ni nadie pueda impedírselo, en el caso de decidirse por esta opción.
El voto siempre ha estado allí cumpliendo con sus funciones edificantes, así lo maltrate el régimen con la complicidad del organismo rector. ¿Qué puede suceder si votamos y nuestro voto pierde? El mundo entero, después de todo lo dicho y hecho por los más altos voceros del régimen con lenguaje rudo desde todos los flancos, no necesita pruebas para confirmar que fue un fraude. Y si el voto gana y, fiel a su naturaleza totalitaria, el régimen se niega a reconocerlo, no se necesitarían pruebas para demostrar que aquí impera una tiranía y quedaría justificada cualquier reacción que pueda tener la furia del elector.
Amo el voto porque soy un demócrata, porque es mi única arma real para la defensa de nuestros derechos, porque participando cada vez que se presente la ocasión es como nos sentimos más ciudadanos y mejores defensores de nuestra Constitución. A tal efecto me voy a permitir utilizar una expresión de Cecilia García Arocha, nuestra magnífica rectora de la UCV, en una memorable entrevista realizada por Hugo Prieto en Prodavinci: “Yo voto porque me gusta participar, pero no obligo a nadie a hacerlo”. Y añado que respeto en demasía tanto la libertad de consciencia como los miedos de la gente.
Estamos en tiempos de reflexión y con la soga al cuello, lo que nos obliga a decidir con celeridad nuestro método para salir del oprobio. Votar o no votar, con o sin condiciones ajustadas a derecho, es tu decisión. También la mía.
(Esta historia continuará)