Para mí, Freddy Fender no había muerto. De hecho, sobrevivió desde su último día, el 14 de octubre de 2006, y habitaba en mi memoria como un ser que seguía usufructuando una vida física hasta que conocí la noticia de su desaparición, mientras escuchaba el bolero “Cien años”, interpretado con el timbre de voz característico de quien caza vocablos hispanos después de convivir con sonidos anglófonos de manera asidua; de allí su peculiar encanto, al que llamaría sortilegio “Pocho”, si no fuera ese concepto lingüísticamente incorrecto para los “primos” a todo lo ancho y lo largo de la frontera de México con Estados Unidos.
Siempre me ha intrigado la sobrevivencia de ese espacio mental en el que los seres que ya partieron nos habitan hasta el preciso instante en que nos enteramos de su tránsito definitivo. Es como si siguieran aquí; en realidad siguen coleando: quisiéramos comunicarnos con ellos y nos preguntamos ¿qué estarán haciendo o dónde estarán?
En mi fugaz contacto con Freddy Fender hubo algo tan raro, como extraña fue la manera en que nos conocimos, una tarde de caluroso verano, en Austin, Texas. Hasta ese momento yo no sabía de la existencia de ese músico popular, de ascendencia mexicana (más adelante veremos que tenía algo más que el origen); había ganado tres premios Grammy y participado en grupos de música tan legendarios, como The Texas Tornados, Los Lobos, los Hooligans y los Lonely Boys. Además, le habían dedicado una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, que es como recibir un Nobel para la farándula. Su género musical se confundía con algo que se dio en llamar Tex-Mex y que yo llamaría Mex-Mex, porque hasta el territorio donde se originan esos híbridos fue alguna vez mexicano; pero discusiones nostálgicas y territoriales aparte, Baldemar Huerta o Eddie Medina, como también se le llegó a llamar, incursionó con mucho éxito en el rock and roll, la música country y el pop.
La memorable tarde en cuestión, paseando con mi familia cerca del Capitolio, nos habíamos visto inopinadamente asistiendo a una recepción que se ofrecía en una galería de arte del centro de Austin. En realidad, estábamos visitando una bella exposición de fotografía cuando los organizadores nos avisaron que llegaría el alcalde de la ciudad y que, si lo deseábamos, podríamos presenciar un homenaje especial a una gran figura de la música norteamericana. El tumulto que se formó nos impidió, en un principio, acercarnos a un hombre que irradiaba simpatía. Freddy Fender se prodigaba firmando autógrafos. Al intentar escapar de allí, la multitud nos colocó frente a frente del cantante; mis hijas pequeñas le dieron la mano y él se dirigió a mi esposa, diciéndole: yo a usted la conozco. Respondí: imposible, y le expliqué que ella vivió treinta años en la India y no había pisado suelo norteamericano antes. La precisión dio pie a un diálogo que comenzó a incomodar a los organizadores. En medio de la algarabía entablamos un coloquio que incluyó algunas risotadas. En ese trance, Freddy hizo dos revelaciones. Con emoción nos contó que le debía la vida a uno de sus vástagos y vivía gracias a un órgano vital que su hija le había donado. La segunda confidencia viene al final de estos recuerdos.
Freddy inquirió sobre lo que iríamos a hacer al terminar una reunión que le estaba cansando y dio instrucciones a un asistente: deles cuatro entradas a estas personas para que asistan al espectáculo de esta noche. La función se celebraba en el antiguo teatro con poltronas forradas de terciopelo rojo. Allí encontramos una multitud de nostálgicos sobrevivientes y muchos “latinos”, unidos por la visión estética de los años hippies. El auditorio lo formaban personas que habían cuestionado rabiosamente a la sociedad y ya se habían transformado en respetables ejecutivos que deliraban al revivir sus apetencias musicales. El teatro casi se vino abajo cuando escuchamos “Before the Next Teardrop Falls”.
Estábamos frente a un músico dueño de una rica leyenda personal. A los 5 años de edad improvisó su primera guitarra casera con una lata de sardinas y alambres que no le pediría nada a los collages de Picasso. A los 10 años ganó su primer premio interpretando en una estación de radio la canción “Paloma querida” de José Alfredo Jiménez. El premio consistía en una canasta de alimentos con valor de diez dólares.
A los 16 años, el entonces conocido como Baldemar Huerta se enroló en la Marina durante tres años y a su regreso a Texas comenzó a cantar en bares, adaptando al español canciones exitosas de Elvis y Belafonte. En 1959 ya se llamaba Freddy Fender. El apellido venía de la marca de su guitarra, aunque por aquellos años grabó su primera canción con otro nombre: Scotty Wayne. En su siguiente disco ya era Eddie Medina, en homenaje a su madre. Su gran éxito “Noches y días perdidos” (“Wasted Days and Wasted Nights)” fue retirado del aire porque en un registro rutinario le encontraron marihuana. Por ironías de la vida, en esa época tocaba en un grupo que se llamaba Los Sombras y acabó a la penumbra de una prisión de la mitológica Baton Rouge.
Purgó tres años de una condena más larga que le perdonó un gobernador de Louisiana, quien le admiraba y componía canciones, con la exigencia de que no frecuentara bares. Este ostracismo de ley seca le hizo abandonar la música durante un largo período. Se convirtió en mecánico y frecuentó una escuela de enseñanza básica. Pero como todas las aguas vuelven a su torrente, nosotros estábamos allí «descubriendo» un talento singular. Y además, con broche de oro, nos dedicó una canción a sus “nuevos amigos”.
Las biografías oficiales hablan del nacimiento de Freddy Fender el 4 de junio de 1937 en San Benito, en el sur de Texas. Pero hay un detalle. La más importante confidencia que nos hizo, al contarle que yo era de Tampico, fue que él había nacido realmente en un poblado entre San Fernando y Padilla, Tamaulipas. Quiso el destino que esas tierras donde fue fusilado el emperador Iturbide hayan dejado de existir, borrando todo registro, sepultadas por andanadas de agua de una presa. Ya tampoco podré preguntarle a Baldemar Huerta Medina si lo que nos dijo fue una secreta aspiración o una verdadera revelación.