Hasta el presente ha habido un desequilibrio notorio entre gobierno y oposición en Venezuela en la batalla por alcanzar la sociedad a que aspiramos. Todo ello a pesar de que la medición de la gravitación que cada una de estas dos partes tiene en la dinámica nacional muestra nítidamente el desfavor de que goza hoy la revolución bolivariana.
El gobierno se ha adjudicado por la fuerza el rumbo del conglomerado venezolano al haber dinamitado el equilibrio que es inherente a la división de los poderes. Este mantiene capturado el poder de las armas y manipula a quienes las manejan, se trate de fuerzas militares o de colectivos irregulares. Tiene la capacidad de actuar torcida e ilegalmente en cualquier terreno, porque no existe el menor respeto a los derechos ciudadanos ni moral alguna que los guíe. Ello ha traído como consecuencia una perversa situación en la que el conjunto de la oposición no puede hacer valer sus planteamientos, ni cuenta con una capacidad de negociación que sirva de contraparte al omnímodo accionar de la oficialidad.
Solo que a fuerza de pervertirse creciente y desvergonzadamente de cara al mundo que observa la realidad venezolana, las tropelías de los jefes del gobierno y sus adláteres han terminado por animar a buena parte de la comunidad internacional a detener los desafueros, pero sobre todo a forzar a quienes nos gobiernan a un retorno a la vía democrática.
Ya no es solo lo llamativo de los montos involucrados en la corrupción pasmosa de las altas esferas ni el despilfarro vergonzoso de la riqueza del país. Ya no es solo la hambruna que aqueja a la mayor parte de la población, ni la inflación rampante que penaliza a todos en el territorio. Ya no es el dramático e indetenible estado de la salud pública que sacrifica a diario víctimas inocentes, sin que se permita orquestar ningún correctivo humanitario. Ya no es solo el contingente inmenso de venezolanos que huyen despavoridos abandonando familias, estudios y profesiones en busca de las oportunidades que allí son inexistentes y para protegerse de la violencia en que allí se desenvuelven a diario. Ya no es solo la inexistencia de libertades ni tampoco el tenor monstruoso de las torturas a los presos políticos lo que aterra a los observadores. Ya no es solo el visible grosero acaparamiento de todas las decisiones e instrumentos con que se administra una sociedad por parte de un pequeño grupo de líderes disfuncionales que no tienen más alternativas que mantenerse al frente de lo poco que va quedando de país.
Hay dos elementos vitales para la salud de las naciones que nos observan –la participación en el narcotráfico y la colaboración con el terrorismo– que han terminado por convencer a quienes gravitan seriamente en las decisiones y actuaciones internacionales de que Venezuela no puede continuar a la deriva.
Hemos sido motivo de observación y de debate, hemos sido objeto de condena en cuanta organización y foro internacional vela por el bienestar de las naciones. Y ya, en la etapa actual, estamos siendo penalizados por sanciones económicas de parte de nuestros vecinos y de parte de los más grandes del concierto universal, lo que terminará por hacer al país ingobernable de una manera que aún el gobierno no es capaz de imaginar.
Lo que hace unos meses parecía superfluo o accesorio –el rechazo abierto de la comunidad internacional al drama que hemos estado atravesando– se está irguiendo como una pieza clave del ajedrez que decidirá nuestra suerte. Los actores externos y, particularmente aquellos que se han negado a validar a una ilegal asamblea constituyente, le han puesto volumen mundial al conglomerado silente que sufre las consecuencias del criminal estado de cosas y han llamado la atención de quienes aún no se involucran, en relación con un estado de cosas que terminará por afectarlos.
De esta manera las cargas de las partes enfrentadas en el país tenderán a equilibrarse a favor de quienes se han sostenido en la batalla pro-democracia con un tesón y una entrega encomiable. El último capítulo no está escrito, pero la tinta la pondrán quienes menos imaginamos: el resto de las naciones del mundo que favorecen las libertades.