COLUMNISTA

El final de la diablocracia

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

En mi columna precedente señalo que el siglo XX concluye en Venezuela con retardo y de forma desdorosa, por obra de una imperdonable colusión electoral con la narcodictadura que nos mantiene bajo secuestro a los venezolanos desde 1999; no obstante ser este siglo el que nos lega nuestra modernidad y hace ciudadanos.

Nada que ver con la igual transición que dibuja a la república y que en 1830 nos da identidad política abriéndonos al siglo XIX, con una generación también “política” de retardo, pero apuntalados por una combinación de ideas y arrestos épicos, entre luces y sombras. Y si el siglo que hoy nos precede arranca apenas en 1935 al morir el padre de nuestra república militar tutelar, Juan Vicente Gómez, su sucesor tuvo el tino y la cordura de corregirnos el rumbo abriéndole senda ancha a “líderes transformadores” civiles y a sus partidos, quienes fraguan la república democrática que nace en 1958 y se agota en 1989.

Desde entonces involucionamos y quedamos en manos, otra vez, como en el Mito de Sísifo, de las espadas y una hornada de “candidatos negociadores” venidos del siglo XX, que si acaso pretenden liderazgo en el siglo actual no pasan de abonar relaciones con seguidores ávidos –como ellos– de empleos, subvenciones, compensaciones materiales, y nada más. Y esto es lo que, pasado el trago amargo de las últimas elecciones de gobernadores y de regidores, subalternos del soviet dictatorial que instalara Nicolás Maduro para ponerle igual fin a la democracia electoral directa por la que se pelearan nuestros mayores a partir de 1945, ha de quedar asimismo en el pasado.

El siglo XXI es el del conocimiento totalizante, el de la transparencia obligada, el de la inmediatez en la relación humana. Es el tiempo del tiempo y no el de la geografía con sus espacios parcelados, sujetos a los señoríos de turno; es el tiempo de la libertad y del trabajo sin límites ni dependencias, más que los que imponen la razón, la prudencia y el sueño realizable de la superación; pues cada uno y todos a uno, incluso sobreinformados y por ello intoxicados de datos y hasta víctimas de una cultura corriente de usa y tire, más ganados para el narcisismo, sin embargo pretendemos todos y cada uno proyectos de vida propios, no impuestos ni por las armas ni bajo el chantaje de quienes ofrecen a cambio medianías y mediocridades como base para el “buen vivir”.

No por azar ocurre entre los venezolanos algo inédito y sin paralelos en la historia patria, la migración de casi 4.000.000 de compatriotas quienes se riegan por todo el planeta con sus artes y títulos universitarios, sin importarles limpiar letrinas como pago inicial y con el coraje que les lega un tiempo de modernidad y autoestima que finaliza con la barbarie hecha gobierno en la actualidad.

No por un accidente, las generaciones del porvenir son las únicas que entregan sus alientos y dejan sus cuerpos inertes sobre la calle o bajo la tortura de mazmorras predicando nuestra vuelta a la civilización o empujadas al exilio; mientras cuidan sus pellejos los causahabientes de aquellos partidos que hacen historia buena en el siglo XX concluido y se fracturan al término, y terminan en manos de los primeros como franquicias presas de indignidad.

Este tiempo de negación concluye –por ser negación de la realidad global en curso y reducirse al reparto de los trastos viejos de una república que ya no es tal– y encuentra sus genes en nuestra primera aurora, lamentablemente. Pues así como el nombre de la América que nos reúne y el de Venezuela que nos particulariza son la obra de un bautismo en pila de traicioneros –que purifica Francisco de Miranda rebautizándonos como hijos legítimos de Cristóbal Colón y no de Américo Vespucio– entretanto nuestro cuerpo se lo engullen como botín, desde el Cabo de la Vela hasta el de Gracia de Dios, Alonso de Ojeda y Diego Nicueza, hacia 1508; ello, antes de que, en 1528, otra vez se nos entregue para que nos expolie la Compañía de los Belzares sin dejarnos otra cosa que arrase y destrucción, nada distintos de los que ejecuta el gobierno de Cuba y su adelantados en Caracas en pleno siglo XXI.

Quizás por eso y como una suerte de fatalidad emergen dentro de nosotros los mesianismos y la explotación de la cosa pública con fines privados, que se cuecen entre el reparto de lo ajeno y la cultura de la sumisión; taras que a golpes llegan a su término hoy y se resumen en la noción de la república como botín: ¿Qué no me deben todos en Venezuela? es la expresión con la que se solaza ante José Antonio Páez nuestro padre Libertador, Simón Bolívar, en 1826, luego de que, en 1821, le escribiera al ministro de Hacienda de la Gran Colombia para decirle que Páez “se vio obligado a ofrecer a sus tropas, que todas las propiedades que perteneciesen al gobierno en Apure se distribuirían entre ellos liberalmente. Este, entre otros, fue el medio más eficaz de comprometer a aquellos soldados y de aumentarlos porque todos corrieron a participar de iguales ventajas”.

Cerramos, pues, el siglo XX, además, con otra repartición y el usufructo de los bienes nacionales por los hombres de espada y sus testaferros de levita –los bancos y sus bonos, el negocio de alimentos y los puertos, lo que resta de la industria petrolera quebrada, en fin, poseedores de todo aquello que no llega al pueblo en crisis humanitaria– y como precio para el sostenimiento del parque jurásico de la narcodiablocracia.

Esa “diablocracia” –matar las vacas ajenas sin permiso, lo refiere Páez–, así juegue a diario con el andamiaje digital para sostenerse con fugacidad inevitable en la opinión dominante y de redes, está al descubierto, causa vergüenza a las jóvenes generaciones, quienes buscan afanosas una referencia moral que las oriente y ayude a transformar, sin negociados que las hipotequen.

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