Sobre la destrucción de nuestra ilustración civil, la de los repúblicos de 1810 y 1811, se instala en Venezuela el hábito de que cada gobernante se dé su propia constitución y sostenga su dictadura o dictablanda mediante el voto ciudadano. Son sacramentos irrenunciables, pero ficciones democráticas.
La democracia y la elección competitiva e informada como su puerta de ingreso nos han sido huidizas. Son intersticios, aun cuando el primer intento, el de 1830, dure 28 años hasta el asalto del Congreso por José Tadeo Monagas, y el de 1959 se agote en 1989 con el Caracazo. En la primera oportunidad rige la práctica del voto parroquial, que se escalona con el voto de los colegios electorales que a su vez eligen la pirámide del poder, y en la segunda, el voto universal, directo y secreto soportado con partidos democráticos y plurales.
El autismo constitucional y electoral han sido las constantes, sin embargo, de la política vernácula, sirva o no ello para lo deseable, la emancipación del venezolano. Tanto que puede decirse que con las constituciones hemos perdido nuestros derechos y a la democracia la hemos acabado a fuerza de elecciones. Una verdadera paradoja.
La manía constituyente nos deja unas 26 constituciones formales, que al caso no son más de 4, pues cada gamonal solo se ocupa de enmendar la precedente para ponerle su firma y agregar un tiempo más a su mandato o cortárselo al subalterno a quien le presta el cargo de presidente. Es el síndrome adánico que nos insufla Simón Bolívar y repiten sus causahabientes desde la caída de la Primera República.
La práctica electoral, las más de las veces fingida o tamizada o contenida, se instala como costumbre que nadie enmienda mientras le favorezca. Y la animan las dictaduras para ponerle una guinda a sus despropósitos y saciar sus megalomanías.
“Algo intangible, pero seguramente noble y sabio como el Numen que inflamó el alma de Bolívar, me dice al oído que ya doblamos, quizá para siempre, el odioso promontorio de las tempestades… Me basta y me sobra el poder que me han dado los pueblos y mi carácter de caudillo de la revolución más hermosa y seguramente más benéfica que registran los modernos anales de Venezuela…”, se repite para sí, en 1904, el Cabito, Cipriano Castro, una vez como sitúa las fuentes de su liberalismo en nuestro Señor Jesucristo.
El voto es culto y es hábito. Es como acudir a la plaza pública para mirar la procesión de la Semana Santa o sufragar por una reina de Carnaval. Nada más. Es un talismán a la orden del populismo irresponsable. Los mismos dictadores saben –es la experiencia de Venezuela y la de América Latina, a pesar de que políticos iletrados afirmen lo contrario y a conveniencia– que sus gobiernos no terminan con un acto electoral auténticamente democrático. Les sirve el voto, sí, para que el protocolo llame al de turno presidente constitucional.
Es también hábito quedarse en el poder “constitucionalmente” hasta que otro dictador suplante al anterior acusándole de continuista, en nombre de la legalidad. Eso hace Joaquín Crespo con Raimundo Andueza Palacio, quien intenta gobernar más allá de los dos años permitidos, a cuyo efecto aquel, al derrocarlo en 1892, reforma la constitución para gobernar cuatro años.
La cuestión, por lo visto, es nominal. Lo que explica que ahora, en nombre de la democracia y para su reivindicación, los opositores a Nicolás Maduro hagan suya la Constitución de 1999, nacida de una grave violación de la Constitución de 1961. Defienden su intangibilidad. Algunos de estos hasta buscan sostener la ficción electoral para no perder cuotas de poder. Es el argumento bajo la amenaza de otra constitución espuria en ciernes, sin saber que las cuotas dentro de toda dictadura, aún más si la ocupan criminales y terroristas, solo las tienen quienes no comprometen su estabilidad.
La experiencia de las elecciones parlamentarias de 2015 es ilustrativa, como aleccionadoras son las fáciles victorias de la oposición para alcanzar alcaldías y gobernaciones en el pasado, por ser meras franquicias, irrelevantes para la dictadura, mendrugos de una Constitución centralista, presidencialista, personalista, dadora de derechos humanos a discreción, y construida sobre una plataforma pretoriana.
Desterrar el régimen de la mentira es indispensable para nuestra democratización. No solo es dictadura la que medra en el Palacio de Miraflores.
Servir a la verdad y a la democracia exige como cuestión, entonces, no darle tribuna ni tributarle desvelos al engendro inconstitucional de una constitución comunista inútil que ya rige de hecho sin aún dictarse, desde 2007, con las leyes del Estado comunal. Impone como tarea primordial, aquí sí y propicia para la movilización social, poner a prueba la fidelidad democrática de nuestros dirigentes.
Cabe remediar sus autocracias de 20 años. Se han hecho dictadores dentro de sus partidos. Y a diferencia de nuestras dictaduras históricas, ni se han dado una constitución en las ideas ni practican elecciones en casa propia, siquiera fingidas. Ejercen una democracia de usa y tire, narcisista, virtual.
No hay democracia sin partidos democráticos, hoy casas inhabitadas e inhabilitados sus símbolos. El desafío es rehacerlos. Que vuelvan a estos los hambrientos y desdentados que caminan por nuestras calles, con la mirada perdida, huérfanos de todo afecto.
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