Quizá la única contribución genuinamente latinoamericana al pensamiento económico moderno haya sido la celebérrima teoría de la dependencia económica. Ella pone énfasis en los desequilibrios entre el “centro” (los países donde todos preferiríamos vivir, pero donde existe veto migratorio) y la “periferia” (nuestro vecindario) y en los desiguales términos de intercambio entre ambas regiones.
Presento ahora al profesor Bradford Burns, estadounidense de Iowa, y uno de los más sólidos y acuciosos estudiosos de la historia económica latinoamericana. En su libro La pobreza del progreso. América Latina en el siglo XIX, Burns sostiene que el encuentro entre nuestras sociedades poscoloniales y las fuerzas del moderno comercio mundial capitalista desencadenó causas y efectos nunca vistos desde los tiempos de la conquista española.
Luego de alcanzar nuestras independencias, dio comienzo en la región un experimento en “crecer hacia afuera”, esto es, crecimiento regido por las exportaciones de bienes primarios. La experiencia se prolongó en buena parte de América Latina hasta los años treinta del siglo pasado.
Considérese el paisaje económico que siguió al logro de nuestras independencias hacia 1830: el dinamismo inherente al libre comercio enfrentaba ferozmente a las tozudas oligarquías rurales contra el telón de fondo de interminables guerras civiles. “El legado que nos dejó este choque cultural poscolonial durante el siglo XIX –afirma Bradford Burns– fue la perniciosa pobreza del pensamiento económico latinoamericano del siglo XX”.
Pocas imágenes ilustran mejor esa indigencia intelectual como la célebre frase de Manuel Prado, “hagamos ferrocarriles de guano”. ¿Quién era Manuel Prado?, se estará preguntando más de un lector que haya llegado hasta aquí. Pues bien, Manuel Prado y Lavalle fue el primer presidente civil que tuvo Perú.
Ocupó la presidencia de su país en el período constitucional que fue de 1872 a 1876. Si su condición de civil lo singulariza en un período que, tal como en casi todo tiempo latinoamericano, prevalecían los militares, más singular parecerá si atendemos a que don Manuel no fue abogado ni médico, sino economista.
Prado fue asesinado dos años después de dejar la presidencia. Me apresuro a advertir que esta columna no pretende hacer valer la idea de que la mejor manera de deshacerse de un economista sea el homicidio.
La expresión “ferrocarriles de guano”, echada a rodar por Prado en el siglo XIX, prefigura otra morrocotuda estupidez, otro biensonante símil agrario, esta vez del siglo XX, pero también referido a un bien primario: “Sembrar el petróleo”. La fórmula “sembrar el petróleo”, repetida como un mantra desde 1936 hasta la actual debacle petrolera, resume la orfandad de ideas económicas de las élites venezolanas durante el siglo XX. Sembrar el petróleo, es decir, usar los “petroingresos” para sostener y expandir un Estado monstruosamente inepto es lo único que hemos discurrido en Venezuela, uno de los petroestados más antiguos del planeta.
Todo lo que hoy saben de cierto los historiadores económicos sobre la inmunodeficiencia de los petroestados como Venezuela, siempre librados al vaivén de los ciclos de precios, indica que sembrar el petróleo es lo último que ha debido hacerse.
Sembrar petróleo para “romper la dependencia” es solo el santo y seña de Estados populistas que han intervenido a golpes de chequera en todos los ámbitos de la vida económica solo para convertir sus países en paraísos de corrupción e infiernos de pobreza.
La continuada “pobreza del progreso” de que nos habla Bradford Burns tiene en “sembrar el petróleo” el más señalado aporte del siglo XX venezolano a las supercherías que han moldeado el continente en que vivimos.
Gracias a ella, Venezuela está hoy al final del largo y tortuoso viaje de una frase feliz hacia la nada.
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