COLUMNISTA

La feria de los tiranos

por Tulio Hernández Tulio Hernández

Eso de querer mantenerse en el poder supremo hasta el día de la muerte es contagioso. Podría pensarse que era una obsesión propia de tiranos del siglo XIX y del XX. Que Fidel Castro y Robert Mugabe eran dinosaurios de una especie en extinción. El primero, porque a los 90 años de edad había acumulando 49 como el hombre fuerte del gobierno comunista cubano. El segundo, porque a los 93 tenía en su cuenta 37 años continuos como presidente de la República africana de Zimbabue. Pero no era así.

Resulta que el siglo XXI, ahora con una mascarada democrática, se ha inaugurado con un grupo de presidentes electos que no se resignan a abandonar el poder y que, como Franco o Juan Vicente Gómez, aspiran a entregarlo solo después de la muerte.

Hugo Chávez era el más impúdico. Se hizo una Constitución prêt-à-porter que establecía la elección infinita. Anunció, primero, que necesitaba gobernar hasta 2018. Luego hasta 2025. Y lo hubiese alargado sucesivamente de no ser por la penosa enfermedad que lo mandó de Miraflores al Cuartel de la Montaña.

Algo más o menos parecido es lo que ha hecho Putin en la Federación Rusa. A la edad de 65 ya ha acumulado 3 mandatos que suman 18 años ejerciendo la Presidencia de la República; y ya lanzado a la campaña electoral para ejercer el cuarto mandato, todo parece indicar que llegará, sin trabas, a los 24 años de gobierno. El mismo tiempo que Stalin.

Lo mismo vale para ese político reptil nicaragüense llamado Daniel Ortega. Salvo por la interrupción que significó la derrota que le propinara Violeta Chamorro en las elecciones de 1989, el acariciador de hijastras lleva ya 4 períodos que, de llegar el actual a 2021, como está estipulado, le daría el total de 25 años gobernando el sufrido país centroamericano. Solo 5 años menos de los que gobernó a República Dominicana el temible dictador Rafael Leónidas Trujillo.

La salud de una democracia se puede medir por su capacidad para la alternancia. Y su decadencia, por el tiempo indefinido que pueda durar un presidente en ejercicio. En los casi 15 años que Hugo Chávez gobernó a Venezuela, Francia tuvo como presidentes a Chirac, Sarkozy y Hollande. Y Costa Rica, a Rodríguez Echeverría, Pacheco, Arias, Chinchilla y Solís Rivero.

No es casual que en el presente los presidentes que tienen más tiempo ejerciendo el gobierno sean todos de repúblicas africanas no democráticas y, en su mayoría, estén acusados en los tribunales internacionales por corrupción y genocidio. Teodoro Obiang Nguema preside Guinea Ecuatorial desde 1979. El mismo año desde cuando José Eduardo dos Santos lo hace en Angola. Sin olvidar que Mugabe comanda Zimbabue desde 1987. Y Omar al Bashir a Sudán desde dos años después, 1989.

Ahora la obsesión de morir como Franco o Gómez con el poder en la mano le ha picado a Evo Morales, el presidente boliviano. Luego de 4 períodos gubernamentales, Morales se ha convertido en el presidente que por más tiempo ha gobernado Bolivia. Si concluye el mandato actual habrá acumulado 20 años al frente del gobierno. Y si logra cambiar la Constitución, como se lo ha propuesto, podría lograr otro período y llegar hasta los 25. Entre sus partidarios hay quienes proponen que es mejor decidir desde ya que Evo gobierne “para siempre”.

Claro, eso no lo pude garantizar nadie. “Para siempre” se había preparado Mugabe, un hombre de 94 años, pero se le interpuso en su camino su segundo de a bordo, Emmerson Mnangagwa, tan asesino como él, y hace quince días lo obligó a dimitir. “Para siempre” está preparado en Argelia Abdelaziz Buteflica, un enfermo terminal, anclado en una silla de ruedas, sin capacidad para comunicarse, pero preparado para seguir ganando elecciones, y solo el destino sabe si las próximas puede llegar a perderlas. Y “para siempre” estaba destinado Rafael Leónidas Trujillo, alias “Chapita”, por su gusto por las condecoraciones, hasta que un comando de demócratas lo esperó en una carreteara y a balazos le impidió terminar su último periodo presidencial.

No todos los tiranos tienen la suerte de aflojar el poder solo con el último suspiro.