La historia universal de la filmografía sobre la vida, pasión y muerte
del Hijo de Dios es pródiga en escenas sobre la traición del discípulo
incrédulo y malagradecido Iscariote con quien prometía el reino de los
cielos aquí abajo en la Tierra.
Todos sabemos que Judas vendió al maestro Jesús por treinta monedas de
oro de la época. La perfidia es un sentimiento que anida en el corazón
del hombre desde los tiempos más oscuros de historia humana. Basta con
que seas capaz de jurar fidelidad y lealtad eterna a un proyecto, una
bandera o una ideología, cualesquiera sea su signo, para avizorar la
traición a cualquier causa por noble que ella presuma ser entre los
humanos. Homo sapiens es también homo demens.
Uomo tradittore, para decirlo con la lengua del Dante, es la especie
más pérfida de cuantas habitan la superficie de esta lamentable y
triste carroña cósmica que unos extraviados utópicos nos empecinamos
en seguir, tercamente, llenando de “buenas nuevas” las cabezas
sus semejantes pese a que el más “racional” de los animales
muestre por doquiera que pasa su inocultable “urgencia de lo peor”.
¿Que la mayoría de los seres humanos son, por naturaleza, malos y
desde la más tierna infancia se abocan a la práctica del mal contra
sus semejantes? Es cosa harto sabida, desde la noche de los tiempos
primitivos, que toda ortodoxia genera de suyo una radical y no pocas
veces virulenta heterodoxia que se manifiesta primero en la forma de
logos instituido que intenta, vanamente, preservar lo real existente.
Intente usted, hipotético lector de estas intempestivas líneas,
observar lo que acontece al interior de ese nido de alacranes que es
la delirante dinámica organizativa y política del Partido Socialista
Unido de Venezuela; a poco que mire bien con ojo avizor advertirá que
cada día emergen y proliferan, en las entrañas mismas del monstruo
partidista, pequeñas guildas y taifas signadas por inconfesables
propósitos e intereses crematísticos y objetivos mercenarios alrededor
de la renta petro-aurífera de la esquilmada faja del Orinoco y del
Arco Minero. La traición política, en rigor toda traición es de orden
ontológico, prefigura un cisma en la cohesión orgánica de la
estructura partidista. Toda traición produce fracturas y
resquebrajamientos en los fideicos apegos doctrinales de los
militantes de la secta. El que traiciona una idea, desde luego es una
perogrullada, traiciona al ser siendo; diría Heidegger, traiciona al
Dasein en su devenir, en su historicidad existencial. Toda traición se
erige en insurrección del espíritu; es en esencia un acto heterónomo
porque fractura una homogeneidad constituida sobre la base de una
juramentación y una lealtad cuasireligiosa. El cismático se convierte
con su gesto herético en un furibundo partidario de una cierta
teología ateológica. Rompe con su propio juramento y monta tienda
aparte izando una nueva bandera y una nueva promesa para quienes
deciden, junto con él, disponerse a transitar distintos caminos, esta
vez trazados por la locura de la nueva utopía redentora. Pero lo que
nunca está dispuesto a admitir el traidor es que más temprano que
tarde del seno mismo de su gesto herético van a surgir irreverentes
que, guiados por una demoníaca fuerza de ruptura y escisión,
terminarán produciendo nuevas traiciones y así ad infinitum. El que
traiciona a su vez será traicionado. Es una “ley inexorable”.
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