Con algo de pudor y nada de liviandad, se suele colocar la radionovela y la telenovela en un pequeño círculo del infierno llamado subgénero. Es decir, lo despreciable que merece el fuego eterno porque se aleja de los cánones estéticos.
No me son para nada ajenos. De niño, a mitad del siglo, en lugar de leer los clásicos infantiles como Sandokán de Emilio Salgari, más bien los oía en la radio, y aprendí el poder que tenían las voces para despertar la imaginación, porque lo eran todo. Se dramatizaban historias de autores clásicos, Salgari, Stevenson, Dumas, se pasaban tramas de misterio, como las del detective chino Chan Li Po, creado por el más que prolífico autor cubano Félix B. Caignet; y lo mismo los célebres dramones de los que El derecho de nacer, del mismo Caignet, tuvo el éxito más rotundo.
Si uno iba por calle se podía seguir la transmisión sin interrupciones, puesto que en cada casa estaba sintonizada a todo volumen aquella radionovela, lacrimógena sin par. Un equitativo reparto de lágrimas entre millones de oyentes en toda América Latina. En Cuba, donde se había estrenado, se interrumpían hasta las sesiones de los diputados y se cambió el horario de las misas y de las funciones de cine.
El maestro Caignet, además de novelista pródigo, a capítulo por día, fue ventrílocuo, taquimecanógrafo, secretario judicial, cantante romántico, compositor de boleros, dibujante, reportero teatral, guionista y director dramático, todo un artista renacentista popular. Un maestro en manejar las emociones de los oyentes, hasta hacer que se cumpliera su regla de sacar una ración de lágrimas cada día. Había aprendido su arte de los lectores de las fábricas de tabaco, quienes desde un pupitre, mientras los obreros enrollaban los puros, iban leyendo alguna novela, de El conde de Montecristo a Los miserables, creando en las entonaciones de voz y en las pausas el suspenso necesario.
El oído atento no debía interferir nunca con el trabajo aplicado de las manos, esa era la clave que luego regiría la radionovela. Se podía estar lavando los platos, cocinando, tendiendo la ropa, cortando un traje, alistando un zapato, sin perder el hilo de la narración. El imperio de las voces lo dominaba todo. Cuando la radionovela fue sustituida por las telenovelas, y la primera de ellas fue, claro está, El derecho de nacer, la voz dio paso a la imagen. Entonces, el momento de ocio debió ser completo, y el único oficio admisible era sentarse frente al televisor.
Félix B. Caignet hizo escuela, como que discípula suya fue la muy famosa Delia Fiallo, “la diosa de las telenovelas”, y que una vez en el exilio, tras la revolución, creó la marca de fábrica del culebrón venezolano. A quienes desconfían de la majestad de este oficio hay que recordarles que, a sus más de 90 años, ha ofrecido el año pasado una conferencia sobre “Técnica, intuición y emoción en la creación literaria” en los cursos de verano del Escorial, que organiza la Universidad Complutense de Madrid.
Sin duda llegó a superar a su maestro, que ya es bastante decir. En 1948 cobró en La Habana uno de los mejores trofeos de su vida, al haber ganado un concurso internacional de cuento en el que Guillermo Cabrera Infante solo obtuvo una mención honorífica.
En 1985, tras una fulgurante carrera en la que su disciplina fue esencial para escribir al menos 35 cuartillas al día, sana o enferma, cerró su fábrica con la más exitosa de todas sus novelas, Cristal, que solo en España llegó a ser vista por 20 millones de ávidos espectadores. Kassandra, otra de ellas, fue transmitida en 128 países y traducida a más de veinte idiomas, suficiente para causar la envidia de cualquier escritor. Se transmitía en Belgrado aún durante la guerra de los Balcanes, entre apagón y apagón. Ella dice, sin ningún embarazo, que quienes se sentaban frente al televisor para seguir la trama es porque satisfacían su necesidad de llorar.
La gente no dice la telenovela, sino simplemente la novela. La necesidad de llorar, y también la de reír, de angustiarse, de alegrarse cuando la heroína cumple su dichoso destino y deja atrás las trampas y penurias de la vida, salvando todos los obstáculos que se le presentan en el camino, y que son la razón de todo relato: la interrupción constante de la felicidad. Cuando la dicha se consigue, ya nada interesa. Y vivieron felices… es lo que ocurre después del drama, y no vale la pena contarlo porque la felicidad es monótona.
Abundan, claro, los reparos a estos relatos donde campean los amores frustrados, las envidias desmedidas, los celos arrebatados y, sobre todo, los malos que lo son del todo, y los buenos que no puede haberlos más buenos. Son esquemáticos, sin duda. La complejidad de personajes y situaciones sería poco atractiva en estas series casi infinitas, que llegan a tener más de 400 capítulos.
Delia piensa que el melodrama tiene reglas a respetar. En una entrevista para CNN con Camilo Egaña, acepta que existen telenovelas pensadas para auditorios de retrasados mentales. La moraleja es que aun para lo cursi hay límites.
La telenovela es para ella “el misterioso arte de conmover hasta las lágrimas” y atribuye el secreto de su éxito a que las emociones son universales, “desde el primer hombre de las cavernas al último hombre del futuro”. Pero se equivoca cuando dice que “las emociones no se pueden fundamentar en una técnica”. Todo en la ficción es fruto de la fabricación.
Hacer de las emociones el motor de una historia no es nada nuevo. Son las mismas reglas que aplicaron con tanto éxito los autores de folletines del siglo XIX, solo que entonces los capítulos del culebrón se publican en los periódicos y revistas, pero la habilidad para crear suspenso, e interponer obstáculos, era la misma. Algunos pasaron a la posteridad: Dickens, Dumas. Otros disfrutan de la paz del olvido.
Cartagena de Indias, enero 2018
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