Hablar de exilio cuando nos referimos a los venezolanos de hoy que voluntariamente emprenden un alejamiento del país es un eufemismo. Deberíamos hablar más bien de destierro, de abandono, de escape.

No existe el venezolano que haga un gesto de voluntad espontáneo y abandone su tierra para echar raíces en otro sitio. Todavía hoy, ese venezolano no existe.

Es que en nuestro país siempre se ha vivido bien. Con poco o con mucho, la nuestra siempre fue una tierra cálida y acogedora para todos. Un lugar donde quien se esforzaba conseguía salir adelante. No cierro los ojos frente a la real exclusión social producida antes de la era chavista que le hacía la cuesta más empinada a muchos. Es que aun dentro de la dificultad, nuestro país siempre fue fértil en ofrecerle salidas a quienes se empinaron sobre los avatares de sus propias circunstancias.

Los compatriotas que habían conseguido alcanzar niveles de holgura económica tradicionalmente viajaban por razones utilitarias, por curiosidad o por espíritu de aventura: para conocer otros sitios, para ofrecerle vacaciones a los suyos, para estudiar o para cumplir tareas de trabajo en otros países. El retorno al terruño había sido siempre mullido y agradable. Sentirse entre los suyos era suficiente para estar bien.

Ya no más. El venezolano de hoy ve a su país como una tierra de sufrimiento, como un reducto de penas y dificultades, como un riesgo, como una maldición. Ello ocurre dentro de todos los estratos socioeconómicos de nuestra población. No es solo la clase media venezolana la que ha emprendido una estampida feroz, una huida desesperada de la realidad que lo circunda. Es la población de a pie la más penalizada por los destrozos alimentarios y de salud, la que no tiene trabajo formal o la que teniéndolo, no consigue hacerse de una vida digna.

En los tiempos que corren, desterrarse en un gesto tanto de rebelión como de impotencia. Rebelión porque se cuentan por cientos de miles quienes han emigrado con el único propósito de poder ofrecer a las generaciones que les siguen algo de estabilidad y oportunidades de desarrollo. Impotencia porque no tiene ya sentido esperar de quienes nos dirigen lo que se sabe que no va llegar: un país que progrese, un ambiente de seguridad, un respeto por los derechos individuales, un mínimo de bienestar colectivo y un atisbo de oportunidades para los más jóvenes.

Pero más que todo lo anterior, este éxodo masivo de venezolanos que de manera anárquica comienza a ocupar espacios en todas partes por fuera de las fronteras propias lo que está haciendo es un referéndum. Un sí o no. Una expresión de hartazgo.

El economista y politólogo norteamericano Charles Tibout desarrolló en la década de los sesenta una tesis sobre la movilidad geográfica de los conglomerados humanos que denominó “Votar con los pies”. De acuerdo con el pensar del catedrático de la Universidad de Washington, exiliarse como lo está haciendo masivamente nuestra población es una manera inequívoca de expresar, en lugar de votar, su desacuerdo con el gobierno o con sus políticas.

Así pues, el desfilar masivo y voluntario de nuestros connacionales hacia el exterior, sin poder determinar qué les depara la vida del otro lado de la frontera, lo que representa es un gesto desesperado, masivo, colectivo, contundente, rebelde y definitivo de desaprobación de la manera en que las cosas del país han sido y están siendo manejadas.

No hay corrección posible, no hay promesas que valgan. Ya no. La única salida es el exilio.

El mundo entero lo está viendo.

Los venezolanos estamos ejerciendo nuestro derecho a votar.


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