Los excesos son inherentes a toda revolución. A ese mal no podía escapar la revolución rojita. Lo singular, sin embargo, es que luego de tantos años de control de los poderes fundamentales del Estado y de haber experimentado a lo largo del tiempo el paulatino deterioro de la nación, el chavismo-madurismo haya aprendido poco y se siga comportando como primerizo. La única explicación plausible subyace en el hecho de que la abundancia de recursos que recibió el proceso hasta hace poco, encubrió por un largo período de tiempo esa propensión a la demasía o el desafuero.
Entre nosotros, Rafael María Baralt, en Resumen de la Historia de Venezuela, cuya edición príncipe en tres tomos data de 1841, fue de los primeros en referirse a esa pata coja de los procesos revolucionarios. Específicamente, después de aludir a los hechos del 19 de Abril de 1810 –cuyos 208 años conmemoramos el jueves pasado– y al proceso que culminó con la Declaración de Independencia que se concretó el 5 de Julio de 1811, Baralt menciona a la pobreza como un “mal que parece inherente a todos los gobiernos fundados por medios de revoluciones en que se altera el sistema entero de la administración”.
Más tarde, Caracciolo Parra Pérez, publica en 1939 la Historia de la Primera República de Venezuela (reeditada en 1959 con ocasión del Sesquicentenario de la Independencia Nacional y publicada en 1992, en el volumen 183 de la Biblioteca Ayacucho) y allí complementa los señalamientos de Baralt. Él hace entonces referencia a un terrible mal: el uso indebido de los dineros del Estado en “convites, fiestas públicas, pagos de sueldos en empleos nuevos creados, pensiones, gratificaciones (…) y cuanto pudo la insensatez imaginar para dilapidar”. Así, añade el acucioso historiador, entre gastos justificados y otros que no lo eran, se dio al traste con la hacienda pública; adicionalmente, el estado de guerra que sobrevino paralizó el comercio entre España y Venezuela, las exportaciones cesaron y se dictó finalmente la medida de la cual se esperaban maravillas: se emitió papel moneda sin las garantías o el respaldo suficiente, con lo cual la operación fue un verdadero fraude a sus tenedores.
Esa fue la primera emisión inorgánica de dinero en esta Tierra de Gracia. Con justa razón, resalta Parra Pérez, la gente descontenta echó la culpa de todo al gobierno. Fue inevitable que el hambre cundiera por toda la geografía nacional y que la revolución, tratando de salvar lo insalvable llevara a cabo innumerables procesos de confiscación a los comerciantes. Con las prácticas anteriores, el pueblo comprobaba que bajo el régimen español jamás se había empleado las vejaciones y violencias a que recurrían los patriotas para apuntalar al gobierno, defenderse de las conspiraciones contrarrevolucionarias y para obtener dinero.
Si los cerebros vacíos de la revolución se ocuparan de leer acerca de nuestro proceso independentista, se ahorrarían muchos de los malos pasos que dan. Pero eso es pedirle peras al olmo. La improvisación y el exabrupto es lo que tiene cabida en sus mentes ofuscadas, sin importarle las terribles penurias que padece el pueblo. De allí que haya que recalcarles, una y mil veces, la sabiduría contenida en esta frase proverbial: Nihil novum sub sole.
Pero ojo, la rotundez anterior no puede ser óbice para conceder que los sufrimientos actuales (hambre, desempleo, salarios insuficientes, altos índices de criminalidad, graves problemas de salud pública, corrupción, etcétera) son completamente nuevos para los venezolanos de hoy, quienes los perciben así por ser otra gente, otro pueblo, otra generación. Entonces, la obligación de un gobierno serio y responsable es identificar las fallas y poner en práctica las medidas, que seguramente otras sociedades adoptaron o identificaron en el pasado, para solventar males parecidos. De eso se trata. ¿Entiendes, Nicolás?
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