Con el sentido analítico aplicado por el Centro Hastings en 1969 y por el Instituto de Ética Georgetown’s Kennedy en 1970, se comienza a tratar la ética en sus especificaciones de política pública, que establece las tipificaciones del desarrollo objeto de las preocupaciones fundamentales de un gobierno democrático.
Profundizando aspectos ya considerados por Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein y Gottlob Frege, en Principia ética de 1997, George Edward Moore demuestra que se han confundido lo extrínseco con lo intrínseco, los medios con los fines. Nace la “falacia naturalista” por la cual tanto las teorías naturalistas como la metafísica de la ética han atribuido el valor del bien en sí a los objetivos de lo bueno, lo suprasensible, lo útil, el placer.
En los cálculos probabilísticos para la solución de problemas, Moore afirma que “la relación de la parte con el todo no es la misma que la del todo con la parte”, de modo que las combinaciones entre una serie de bienes o males intrínsecos hacen posible la “idea de libertad” ínsita en la acción determinada por el libre albedrío del hombre, máxime si este es responsable del gobierno del Estado, de modo que el concepto que de ella tienen los políticos determina el nivel de la democracia y de la participación de los ciudadanos, su organización social, su relación con el Estado.
Es oportuno precisar que el sentido comparativo (mejor que, peor que) y superlativo (lo mejor, lo peor), mediante la existencia de escalas de grado en lo bueno y lo malo, dispone condiciones de indeterminación, a pesar de que tanto el bien como el mal quedan precisados por el nivel que respectivamente los califica.
Estas premisas de carácter filosófico permiten definir la ética aplicada en el desarrollo como reflexión sobre medios y fines para los cambios socioeconómicos que las diversas políticas pueden resguardar. Se crea una sustancial diferencia entre la relación de los valores propios del desarrollo, la defensa de las teorías básicas normativas del modelo escogido, la funcionalidad de las decisiones adoptadas. Derivan las características de la relación entre naturaleza e historia que distinguen la ética de los países desarrollados de la aplicada por los países emergentes o subdesarrollados.
David Krocker (2004) precisa que la ética debe acompañar las reflexiones sobre los fines y medios utilizables en los cambios económicos y sociales de los países pobres o, añadimos, que han sido reducidos a la condición de pobreza por la conducción política, económica y social aplicada por gobiernos preocupados por detener el poder a espalda de las necesidades básicas y los derechos humanos de la población.
Pero ni la historia ha terminado ni la ideología ha muerto, por lo cual Kjell Magne Bondevik (2003), en la perspectiva del Club de Madrid, y superando la concepción kantiana, niega la posibilidad de que el mundo sea regido solo por intereses económicos y formula la hipótesis de que los principios éticos y los valores y derechos humanos, la protección del ambiente y la solidaridad se pueden convertir en una fuente de movilización política para determinar la tipología del desarrollo y así contribuir al cambio socioeconómico.
La injusticia presente en grados y formas diferentes en cada nación, el aumento generalizado de la pobreza como síntoma emblemático en la conducción política y económica del caso venezolano en la historia de las naciones de los últimos dos siglos, si a alguna circunstancia se puede atribuir es al uso intensivo de la tecnología; en la situación específica emerge por la visible incapacidad de las instituciones para aplicar las normas que permitirían combatirla. Se contrapone la necesidad de que el desarrollo se haga constante en el tiempo y se precisa la aplicación de la ética propia para promover, formar y consolidar en el comportamiento de la dirigencia política y en el desenvolvimiento de la vida de cada día, la “conciencia ética” de cada ciudadano y de la sociedad en su conjunto.
De este modo, los actores institucionales, el gobierno, las empresas, los sindicados de trabajadores y los gremios profesionales, la sociedad civil, la misma Iglesia católica y las otras confesiones religiosas, en el ámbito de las respectivas competencias, adquieren precisas responsabilidades hacia la recuperación interna e internacional del país. Es ilusorio que esta se pueda averiguar sin el aporte de un análisis previo del estatus presente, del nivel de la propia evolución o involución política, económica y social, de las causas del deterioro del desarrollo, de las condiciones de disfuncionalidad de las empresas públicas y privadas, al contrario, es preciso indicar formas, modalidades y medios que pueden permitirla a través de las acciones consecuentes para producir el cambio.
En particular, cada quien con su propia identidad e idiosincrasia, y en las formas y modalidades definidas por la ley, gobierno y oposición, deberían enfrentar y solucionar los problemas de la justicia y de la exclusión, de la deuda y de la inflación, de las inversiones productivas para reducir el desempleo, aumentar la demanda, eliminar la especulación, estabilizar la economía; la Asamblea Nacional tendría que legislar para la adecuación, vigilar al Poder Ejecutivo según lo establecido en la Constitución, promover y defender en cualquier instancia los derechos humanos, crear enlaces dialógicos entre las partes sociales y el Estado en el marco definido por la ética del comportamiento.
Pero el Estado-nación ha perdido cualquier credibilidad nacional e internacional y se ha transformado en territorio de conquista de los narcotraficantes y del extranjero: independientemente de quien esté interesado en realizar dicha conquista para perseguir finalidades explícitas y ocultas relacionadas con la opción política que representa, queda para Venezuela solo la perspectiva de ser transformada en la nueva colonia de América Latina del siglo XXI, una condición que niega los valores de la lucha liberadora descrita por los padres de la patria y que anula los sacrificios constantes realizados por los ciudadanos en el curso de la historia para la emancipación individual y colectiva conquistada en los procesos de transición que han caracterizado a la civilización de la sociedad venezolana.
Es exigencia de la ética aplicada para recuperar la identidad y soberanía nacional, tanto en el contexto de las naciones como en el comportamiento con los organismos internacionales mediante la tipificación del desarrollo, la búsqueda de la recomposición de condiciones aceptables de vida para cada ciudadano, la consecución de un moderno funcionamiento y la organización de las estructuras de la sociedad, que si bien descansan en la voluntad política, tienen raíces en los profundos cambios ideológicos y programáticos de la economía, de la sociología, de la cultura.
No es utopía pregonar un nuevo comportamiento de la sociedad entera en el modo de concebir la política, lo jurídico, la economía, pero bajo un enfoque ético y humanístico, más cónsono con el intento de encontrar proposiciones de evaluación y de alternativas sociales que aseguren una evolución positiva del ser del hombre, en conformidad con los valores y principios definidos en la Constitución de la República.
Es nuestra obligación seguir los acontecimientos con sentido hermenéutico, es decir mediante un racionalismo evolutivo que, más allá de los postulados por la Escuela de Frankfurt, se fundamenta en el puro pragmatismo: el soporte teórico será utilizado para definir los aportes de las diferentes realidades históricas con las reflexiones que serán permitidas por los conceptos de razón instrumental y objetiva. Este es el camino analítico que indicamos para estructurar una formulación ética de la política y que intentaremos seguir en los límites de nuestro conocimiento.
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