Apóyanos

El estricto orden del caos

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Ella tiene 22 años, pero su fisonomía es la de una joven de 17. Delgada, quizás demasiado para su edad. Nadie puede imaginar cuando la ve parada esperando el autobús de regreso a casa que tanto coraje y fuerza puedan estar encapsulados en esa menudita figura. Su voz al otro lado del auricular me permitió conocerla sin haberla visto antes; en ella se sentía esa fuerza que con el paso del tiempo se logra reconocer en una víctima que quiere ser escuchada.

Indignada por lo que le ocurrió, Mileidi decide hablar, quizás el término correcto sea gritar. Así la escucho y lo confirmo cuando logramos reunirnos en una primera ocasión. Llega apresurada y con ese nerviosismo que se enmascara en lo más profundo del miedo. Los primeros minutos son necesarios para ganar confianza, pero cuando se está decidido a denunciar el miedo no nos paraliza; por el contrario, es la fuerza que nos motiva para contar lo vivido.

A Mileidi la sorprendió el terror, le cortó la respiración una tarde. Gritos, gases y perdigones la consiguieron así, de repente, inmóvil y descuidada. No lograba entender cómo esos policías se la llevaban a rastras y a golpes al destacamento de la PNB en Pate e’ Palo. Procuraba explicarle a la mujer que se ensañó con sadismo sobre su delgada humanidad que no estaba ni siquiera protestando. “Ninguna persona merece lo que me hicieron, ni siquiera un delincuente”, me dice mientras baja la mirada, no por miedo sino por rabia.

Pasó ocho días hospitalizada en un centro de salud pública en Barquisimeto. Desplazamiento de órganos internos producto de los golpes, las torturas y los malos tratos. A ella, que nunca había pisado una comandancia policial en el pasado, le tocaba vivir en carne propia el sadismo uniformado disfrazado de autoridad. “Me amarraron de las manos y me guindaron en un tubo que tienen allí, así podían golpearme cada vez que querían”.

Narra lo vivido tratando de explicar su indignación. No quiere que su hija de 2 años viva en el futuro algo similar. Necesita que su denuncia se conozca. Que la juez la escuche nuevamente para poder explicarle que no mereció pasar por algo así, pero ella prefirió dejarla con régimen de presentación cada 8 días.

Zamir tiene 47 años de edad. Salir a trotar le costó caro ese martes, pues la misma ruta deportiva se convertiría en la excusa perfecta para los guardias nacionales que lo detuvieron. Vive cerca del destacamento militar 121 en Barquisimeto. Me confiesa que había leído sobre las torturas que se desarrollan en ese lugar, pero que nunca imaginó que le tocaría vivir en primera persona ese sufrimiento. Estuvo durante horas amarrado a un poste mientras un funcionario que por azar conocía de la juventud se ensañaba contra su humanidad. “Maldito, suelta las amarras y nos damos tú y yo”, es lo único que pedía Zamir antes de que lo trasladaran al centro militar Alí Primera donde permaneció 50 días exactos. Ahora, bajo régimen de presentación, quizás se le cumpla algún día lo que tanto le pidió a ese funcionario.

J. J. salía a protestar todos los días que podía por su casa, la zona norte de Barquisimeto. Nunca antes había salido a “guarimbear”, por lo que a los 19 años de edad era la ocasión perfecta para hacerlo. Cuando no protestaban allí se iba a las otras zonas en conflicto, confiesa un poco apenado, no conmigo sino con su madre, quien nunca supo que estaba en esas “cosas”.

A J. J. me lo consigo en una cama, solo puede mover el brazo izquierdo. Cuando lo saludo tocándole el derecho muestra dolor. “Allí no que me duele mucho”, me dice. La madre se apresura a explicarme que producto de la bala nueve milímetros que tiene alojada aún en el cuello, todo su cuerpo está muy sensible. Solo la brisa de dos ventiladores logra aliviar un poco su dolor. La escara en la espalda no la siente, pero sabe que está allí y eso lo mantiene preocupado. También le angustia sentirse una carga para su madre.

El guayabo, la resaca, el dolor, la ira, el arrepentimiento, la tristeza y hasta la decepción son todas y quizás muchas más las sensaciones y las emociones que nos ganan por estos días en este espejismo de país que nos ha tocado vivir o, pudiéramos decir, sufrir, y es que hasta los activistas de derechos humanos necesitamos drenar esa merengada de sentimientos luego de tantos días de protestas ciudadanas.

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional