Estamos cerca de cumplir dos siglos desde que la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda le encomendara al naturalista Robert Schomburgk explorar la entonces colonia de la Guyana Británica. Con dicho antecedente, en 1840, Schomburgk fue enviado de vuelta a Guyana, esta vez por el gobierno británico, con la misión de trazar las fronteras de dicha colonia. Desde entonces, sucesivos gobiernos venezolanos no han hecho más que defender la ribera occidental del Esequibo como territorio venezolano. Durante estos casi doscientos años, se ha acumulado abundante documentación sobre los derechos de Venezuela en ese espacio geográfico, así como sobre el territorio que, mediante el tratado de 1814, las Provincias Unidas de los Países Bajos cedieron a Gran Bretaña, y que ésta podía reclamar como propios y traspasar a su antigua colonia.
Hace justo 123 años, después de una farsa procesal, un Tribunal arbitral dictó un laudo espurio que, desde el comienzo, se ha sostenido, y se ha demostrado, que es irremediablemente nulo. Es a partir de esa constatación que, en 1966, la diplomacia venezolana logró que se suscribiera el Acuerdo de Ginebra, mediante el cual las partes dejaron de lado el laudo de París, y acordaron buscar un “arreglo práctico” y mutuamente satisfactorio. Guyana es parte en ese tratado, al igual que lo son Venezuela y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.
A partir del Acuerdo de Ginebra, durante la segunda mitad del siglo pasado, asistidas por los buenos oficios del secretario general de la ONU, las partes procuraron encontrar una solución a esta disputa. Pero, por ese camino, por la terquedad de Guyana o por la torpeza de nuestros negociadores, Venezuela no logró recuperar ni un centímetro del territorio usurpado. Ahora, con el caso ante la Corte Internacional de Justicia, con las actuales debilidades políticas y económicas de Venezuela, y con las actuales fortalezas y las alianzas estratégicas de Guyana (que cuenta con el apoyo explícito de grandes corporaciones petroleras, Brasil, Cuba, Estados Unidos, China, el Caricom, y el Movimiento de Países no Alineados), no es realista asumir que podemos doblarle la mano a Guyana, obligarla a volver a una mesa de negociación, y ceder parte de un territorio que cree que le pertenece. Tampoco es que ahora tengamos mejores negociadores que Ignacio Iribarren Borges, Arístides Calvani, o Isidro Morales Paúl. Y no tiene mucho sentido empeñarse en volver a negociar, sine die, cuando Guyana no tiene ningún incentivo para renunciar a un territorio que está bajo su control, y cuando está convencida de que, a corto plazo, puede obtener una sentencia favorable, reafirmando la validez del laudo de París.
Hace más de cuatro años y medio que, invocando el Acuerdo de Ginebra y la decisión del secretario general de la ONU -señalando que el medio idóneo para la solución de esta controversia era el recurso a la Corte Internacional de Justicia-, Guyana cerró el paso a futuras negociaciones y demandó a Venezuela ante la CIJ, para que sea ésta la que se pronuncie sobre la validez del laudo del 3 de octubre de 1899. Ya se van a cumplir dos años desde que, en su sentencia sobre jurisdicción, teniendo en cuenta el Acuerdo de Ginebra, la Corte determinó que ella es competente para conocer de la nulidad o validez del laudo y de la cuestión relacionada con la determinación de la frontera “terrestre” definitiva entre Guyana y Venezuela.
Complaciendo los deseos de Venezuela, en una resolución inédita, la Corte fijó un plazo de un año para que Guyana presentara su memoria (el cual se cumplió el 8 de marzo pasado), y un año más para que, el 8 de marzo de 2023, Venezuela presentara su contramemoria. En mi experiencia como profesor de Derecho Internacional Público, no recuerdo otro caso en el que se haya otorgado un plazo tan largo para que las partes presentaran su caso. Por supuesto, podría argumentarse que éste es un asunto muy complejo, dando por sentado que los demás conflictos internacionales no lo son; pero éste no es un asunto en el que alguna de las partes estuviera desprevenida, que tuviera dificultades para encontrar la documentación pertinente, o que necesitara mucho tiempo para preparar sus argumentos sobre un tema que -en lo que al laudo concierne- estaba sobre el tapete desde hace más de un siglo.
Luego de muchas vacilaciones, entre comparecer o no comparecer, finalmente el gobierno de Venezuela ha decidido comparecer en el procedimiento ante la CIJ. Éste era, sin duda, el camino más razonable para defender los derechos e intereses de Venezuela, pues la sentencia que dicte la Corte -con o sin la participación de Venezuela- será obligatoria. Como en todo litigio, sólo una de las partes puede ganar; pero, si no comparecíamos, era difícil imaginar algo distinto a un resultado adverso. Ahora las cosas están procesalmente más equilibradas -con la ventaja de que la razón y la justicia parecen estar del lado venezolano-, y el arreglo judicial se presenta como una oportunidad para resolver, de una vez, esta controversia interminable. La posición de Venezuela es suficientemente sólida como para defenderla en cualquier instancia judicial; y, si el fallo fuera adverso, habrá que admitir, hidalgamente, que no siempre tenemos la razón.
Sin embargo, creo que la estrategia procesal de Venezuela es equivocada, y tengo el fundado temor de que, a pesar del largo tiempo transcurrido, nuestra cancillería no se ha preparado, ni profesional, ni diplomática ni anímicamente, para enfrentar esta situación. No hay ningún signo visible que indique que quienes hoy mandan en Venezuela saben cómo abordar lo que es el objeto de la controversia. Por eso, me temo que, a menos que se cambie de rumbo y se conforme un equipo de defensa profesionalmente calificado para esta tarea, que refleje un amplio consenso nacional en lo que es un asunto de Estado, vamos camino del desastre.
Teniendo en cuenta la singular importancia de este caso, mientras Guyana nombró como agente ante la CIJ nada menos que a su entonces ministro de Relaciones Exteriores, Carl Greenidge, quien tiene años embebido en este asunto y que sabe lo que está en juego, Venezuela nombró a Samuel Moncada, un historiador desconocido como tal, quien se desempeña -sin pena ni gloria- como embajador ante la ONU, y de quien ignoramos cuál pueda ser su experticia sobre el objeto de esta controversia. Como quiera que sea, con esa designación, da la impresión que, para Venezuela, éste no es un asunto primordial, que deba ser asumido por una figura de más peso dentro del gobierno.
Como agente alterno, Guyana designó a Shridath Rampal, graduado en Londres y en Harvard, exministro de Relaciones Exteriores de Guyana, exsecretario general de la Commonwealth, un personaje prominente en la política exterior de Guyana, probablemente, el guyanés que mejor conoce la controversia del Esequibo, y una figura clave en el diseño de la estrategia de Guyana en el caso que nos ocupa. Lo prudente hubiera sido que Venezuela designara, como contraparte, a alguien con credenciales similares, que pusieran de relieve que Venezuela se toma muy en serio la controversia del Esequibo. Por el contrario, sin poner en duda el patriotismo y la dedicación de las personas designadas para ese efecto -y que no es necesario nombrar aquí-, su formación no es la que se requiere en esta coyuntura, no están en capacidad de diseñar una estrategia, y de convocar a los mejores y a los más capaces para llevarla adelante, bajo su liderazgo. Éste no es un asunto en el que podamos improvisar, recurriendo a aficionados, a diletantes, o a expertos en artesanía medieval. La factura de esa improvisación e irresponsabilidad la va a pagar el país, y la va a pagar muy caro.
Guyana tiene un formidable equipo jurídico, con los mejores expertos en Derecho Internacional, y con los mejores profesionales guyaneses, que trascienden las diferencias étnicas o políticas de esa Nación, empujando todos en una misma dirección. Por el contrario, excepto por dos o tres nombres que no son nada de tranquilizadores, no sabemos quiénes conforman el equipo de defensa de Venezuela. Siendo ésta una controversia que se desarrolla ante la Corte Internacional de Justicia, que tiene que aplicar el Derecho Internacional (no el Derecho Penal o el Derecho Constitucional), llama la atención que en el equipo de defensa no haya ningún venezolano experto en Derecho Internacional; y, que se sepa, tampoco hay ningún historiador, geógrafo, diplomático, u otro profesional experto en el tema, que pueda asistir al equipo jurídico. De los abogados extranjeros, sólo conocemos a uno que nos ha hablado de una estrategia política, pero no de los argumentos jurídicos de Venezuela. Hasta el momento, no hemos visto ni un solo borrador -o siquiera un esquema- con los argumentos de Venezuela. ¡Y no ha sido por falta de tiempo!
Ésta es una controversia eminentemente jurídica, que se tiene que resolver sobre la base del Derecho Internacional, pero que tiene connotaciones económicas, políticas y estratégicas, que no pueden ser desatendidas. Por eso, sorprende que, mientras Guyana está muy activa en el frente diplomático, y no pierde oportunidad de presentar su propia versión de los hechos y el Derecho en todos los foros disponibles, Venezuela permanece distraída e indiferente, resignada a cualquier cosa que nos pueda deparar el futuro, sin importarle la imagen deformada de esta controversia que pueda estar llegando a la comunidad internacional y a los jueces de la CIJ, y sin pedir medidas provisionales para detener el saqueo de los recursos naturales de la zona en disputa.
No ha habido, de parte del gobierno, ninguna señal llamando a constituir un equipo de defensa transversal, que incluya a los partidos políticos de la oposición, a las universidades, a la sociedad civil, y a quienes puedan aportar sus conocimientos, sumándose a una causa que debería ser de todos los venezolanos. Es cierto que la dirigencia opositora se ha mostrado absolutamente indiferente, como si este asunto no fuera de su incumbencia, como si les diera lo mismo, o como si ellos estuvieran apostando al fracaso, con la idea de pasarle factura a los responsables de una derrota judicial que ya se da por descontada, y de recomponer, más adelante, lo que ahora pudiera salir mal. Pero no habrá una segunda oportunidad. Si ganamos, no será un triunfo del chavismo, del madurismo, o del régimen, sino de Venezuela. Y, si perdemos, perdemos todos.
Seamos cuidadosos. Éste no es un asunto menor, en el que está en juego algo trivial, que se puede confiar a aficionados. Si fuéramos al mundial de fútbol, es obvio que no podríamos contar con Messi o Mbappé en nuestro equipo. Pero lo que no sería responsable es pretender formar una selección de fútbol con jugadores de dominó, que ignoran que la pelota es redonda, y que desconocen cuál es el objetivo del juego.
Pareciera que, como parte de esta falta de profesionalismo, en vez de trabajar afinando los detalles de una contramemoria bien hecha, y en vez de entrar sin temor en lo que es el objeto de la controversia, no hemos encontrado nada mejor que intentar recursos dilatorios, que (después de más de cuatro años y medio desde que se introdujo la demanda de Guyana) podrán darnos unos meses extras para presentar la contramemoria, pero que no sirven a ningún propósito útil, y que no van a impedir que, más temprano que tarde, tengamos que abordar la cuestión de fondo, que es la nulidad o validez del laudo de París. Para eso no requerimos más tiempo; lo que necesitamos son profesionales convencidos de que el laudo es nulo, y capaces de demostrar que es así. Lo otro es tarea de los abogados de Guyana, y no de los abogados de Venezuela.
En el antiguo procedimiento de canonización se contaba con un abogado del diablo, cuya misión era hacer notar los puntos débiles del candidato a santo. En cambio, en el procedimiento penal, nadie que esté en su sano juicio, y que sea acusado de un delito que no ha cometido, va a contratar a un abogado que no cree en su inocencia, que está convencido de que le van a condenar, y que todo lo que puede ofrecer es tratar de lograr que se posponga la ejecución, o negociar una sentencia reducida. Quien está pasando por ese trance necesita un abogado dispuesto a estudiar el caso con seriedad (tarea que sí es propia del abogado del diablo), a rebatir las pruebas en su contra, y a demostrar que el acusado es inocente. Lo mismo es válido en nuestro caso. Sembrar el desaliento es tarea de la contraparte.
Por lo menos desde 1949, los sucesivos gobiernos de Venezuela han sostenido que el proceso arbitral fue una farsa, que el laudo de París es nulo, y que el territorio del Esequibo es parte de Venezuela. Seamos coherentes con ese argumento -que tiene sólidos fundamentos de hecho y de Derecho-, y actuemos en consecuencia. No sigamos perdiendo el tiempo, porque el tiempo corre en contra nuestra.
Para Venezuela, el caso hoy pendiente ante la Corte Internacional de Justicia, para determinar la nulidad o validez del laudo de París, se ha convertido en una bomba de relojería. Aunque lo sensato sería llamar a los expertos para desactivar esa bomba, la estrategia del gobierno es estirar la mecha, para que no estalle tan pronto, y sentarnos a esperar, absolutamente hipnotizados por el sonido del tic-tac. Pero, con esa estrategia, la bomba nos va a estallar en la cara.
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