El título es el mismo del último libro del filósofo Hicham-Stéphane Afeissa, nacido el 7 abril de 1972 en Dijon, Francia (Esthétique de la charogne, Éditions Dehors, 2018, París). En esta nota comento este trabajo, y lo hago porque sus fluidos me llevan al cuerpo en descomposición que, desde hace 20 años, es Venezuela. Podemos detener la peste y, como el Frankenstein de Mary Shelley, volver a la vida aparentemente deformes, y llenos de amor. Como dice el Afeissa, estos gusanos son los mismos que determinan el resurgimiento de la vida en todas partes.
Hicham-Stéphane Afeissa es Profesor Adjunto, doctor en Filosofía y doctor en Geociencias y Medio Ambiente. Después de haber trabajado durante mucho tiempo en la filosofía kantiana y en la fenomenología de Husserl, se especializó en Filosofía Ambiental. Es autor de una docena de libros, unos 50 artículos de revistas y contribuciones a trabajos colectivos, y ha producido muchas traducciones del inglés y el alemán. Es el autor de El fin del mundo y la humanidad. Prueba de genealogía del discurso ecológico (PUF, 2014).
La ambición de este libro es resaltar un objeto estético novedoso cuya historia nunca se ha hecho (un cuerpo cuya carne está corrompiéndose o que ya se ha corrompido por completo) y aislar una nueva categoría estética e irreductible, para los de la inmundicia y la fealdad. Para ello, propone un viaje histórico lo más completo posible, desde el arte macabro medieval al bioarte contemporáneo, a través de la estética anatómica del renacimiento, las vanidades de la época clásica y la literatura de la Belle Époque.
También se pregunta por qué la muerte húmeda casi nunca ha logrado encontrar un modo adecuado de representación, y argumenta que tal resistencia se debe tanto a una cierta concepción de lo que le sucede al cuerpo después de su destrucción como a la apreciación del alcance cognitivo del arte. Como señaló Aristóteles, y los teóricos ambientales contemporáneos han llegado a comprender, la formación de una estética de la carroña requiere que la naturaleza sea vista como una escena de fermento y maduración permanente, donde las fuerzas sucumben a los organismos individuales. Son los mismos que esencialmente determinan el resurgimiento de la vida en todas sus formas.
A partir del lema “Todo lo que pulula, como un enjambre, se desintegra”, el filósofo Hicham-Stéphane Afeissa elabora una historia del arte de la carroña, desde las ilustraciones anatómicas del siglo XVIII hasta las mohosas esculturas contemporáneas de Jean-Michel Blazy. ¿Cómo representar lo insostenible? Por eso, un modelo de cera de la anatomía humana está en exhibición en el Museo Specola en Florencia.
En principio, en la lengua francesa la palabra carroña designa exclusivamente a animales muertos, nunca a un cuerpo humano en descomposición. En el libro, sin provocación por parte del autor, él eligió la palabra carroña para describir cualquier cuerpo en descomposición tratando de difuminar la línea entre el humano y lo animal, en la raya de sus respectivas relaciones con la vida y la muerte al restaurar una continuidad entre lo humano, lo animal, la naturaleza y en el proceso de descomposición que transforma en polvo lo que nació del polvo. Pero, ¿cuáles son los puntos de conexión entre el Gore y la estética de la carroña?
Esto se debe a los fluidos corporales expulsados por el cuerpo. ¿Qué tenemos en el Gore? Fluidos que son sangre, excreciones, pus… En la estética de la carroña tenemos un cuerpo que desborda de sangre, ahí estamos en lo abyecto. Gore es un término que resalta la violencia y lo sangriento o desagradable. Es un vocablo inglés que significa “sangre”, y que se usa popularmente en relación con un género cinematográfico que se destaca por sus escenas sangrientas. Despierta una sensación de horror.
Hicham-Stéphane Afeissa nos dice que el siglo XIX en la literatura francesa es el siglo por excelencia de la carroña. Théophile Gauthier escribió: “El siglo fue el de la carroña y, de hecho, en el siglo XIX vimos una literatura macabra que no tiene paralelo desde la poesía humanista y renacida del siglo XIV y XVI. De repente empezamos a escribir versos sobre los cuerpos en descomposición, comenzamos a disertar sobre la aniquilación en la tumba, en todas partes vimos triunfar una literatura sepulcral, cadavérica, que comparte el gusto por la belleza socavada por la enfermedad, moribundo, pudriéndose”.
¿Qué pasó en ese siglo? Presento una hipótesis: la influencia más fuerte provino quizás de la fisiología, una nueva concepción de la muerte para la cual esta última deja de ser lo opuesto a la vida. Una nueva acepción aparece bajo la pluma de Buffon, luego otras, y termina con Xavier Bichat, quien presenta a la muerte como un proceso gradual, la idea de que el cuerpo muere poco a poco. De repente, la noción de una permeabilidad entre la vida y la muerte se ha vuelto pensable. Si la muerte ya está en la vida, entonces lo contrario es cierto.
¿Y la carroña en Venezuela? Más de 1 millón de niños desnutridos, ejecuciones extrajudiciales a granel, hambre, miseria, muerte y llanto. ¿Será que vivimos como plantas maldecidas, al borde el sepulcro de los malvados? Nuestro país se ha sido convertido en una carroña bajo el azote de la peste del chavismo y del madurismo, un cuerpo en descomposición; su vieja belleza ha sido socavada por esta terrible enfermedad que vomitan las ratas, que pululan como enjambre y desintegran nuestro tejido social.
Nuestras voces aúllan, sin ser oídas, el poema Una carroña, de Baudelaire: “¡Entonces, oh mi hermosa, dirás a los gusanos, que a besos te devoran, que he guardado la esencia y la forma divina de mis amores descompuestos!”.
Todavía, en nuestra ventana, está graznando el cuervo inmóvil de Poe: “Y sus ojos son los ojos de un demonio que, durmiendo, las visiones ve del mal; y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo arroja trunca su ancha sombra funeral, y mi alma de esa sombra que en el suelo flota… ¡nunca se alzará… nunca jamás!”.
Pero la desesperanza se desvanece, las candilejas vuelven a encenderse y el espectáculo del renacimiento continúa, más fiero, más hermoso y fulgurante, indetenible como el claro sol de mi país, que ya alumbra libertades, diría el gran Leoncio Martínez.