El Estatuto para la Transición, sancionado el 5 de febrero de 2019, ordena un proceso acaso ideal pero inevitable, prudente y complejo por las adversidades presentes.
Venezuela es un territorio militarmente intervenido por cubanos y rusos. Se encuentra bajo dominio de organizaciones terroristas, criminales, y paramilitares, que se dedican al negocio de la droga, del oro, los diamantes, las armas y el lavado de dineros ensangrentados.
Hablar de los 30.000 miembros de los CDR cubanos instalados, o del control por el ELN del sur de Venezuela o de las FARC en la frontera occidental, o de militantes de Hezbolá en el Zulia y la isla de Margarita, es moneda de curso corriente.
Podría creerse que dicho Estatuto nace de la falta de un presidente electo de la república el 10 de enero de 2019 y al considerarse que Nicolás Maduro Moros cesa en su mandato el día anterior sin ser reelecto, y después lo usurpa. “Carece de legitimidad”, afirma la OEA. Las elecciones de mayo anterior “son inexistentes”, concluye la Asamblea Nacional.
Lo cierto es que, mucho antes, el 10 de mayo de 2016 es declarada la “ruptura del orden constitucional y democrático”, cuando Maduro le confisca sus competencias contraloras al Parlamento.
Lo que es más relevante es que el 13 de octubre del mismo año anuncia este un Acuerdo sobre el Rescate de la Democracia y la Constitución, prefigurando la apertura de una transición en el país. Desconoce la validez de todos los actos del Poder Ejecutivo y las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia que contrarían los valores, principios y garantías democráticos y lesionan los derechos fundamentales –en una suerte de aplicación del artículo 350– y le encomienda a su junta directiva “liderar un proceso de consulta y organización de la sociedad venezolana para favorecer un gran movimiento cívico nacional en defensa de la Constitución, la democracia y el voto”.
El día 23 eleva la escala. Invoca el artículo 333 de la Constitución en su Acuerdo para la Restitución del Orden Constitucional en Venezuela, reiterándose en “la ruptura del orden constitucional” y señalando “la existencia de un golpe de Estado continuado”. Pide el auxilio de la comunidad internacional y se dispone a “determinar la situación constitucional de la Presidencia de la República”.
El 13 de diciembre, en hilo con lo anterior, pronuncia la responsabilidad política de Maduro e instruye solicitar su antejuicio de mérito por “acciones encaminadas a la destrucción de la forma política republicana que se ha dado a la nación”; seguido a lo cual, el 9 de enero de 2017, antes de ratificar que se guiará por el artículo 333 para la “restitución del orden constitucional”, declara que ha abandonado “las funciones constitucionales inherentes al cargo de presidente de la República”. Le abre espacio, así, a la aplicación de los artículos 232 y 233 de la Constitución, conducentes a su remoción.
El 5 de abril de 2017 rechaza el golpe de Estado sistemático y declara que su lucha es, tanto como ahora, por “el respeto de las atribuciones constitucionales de la Asamblea y su ejercicio” y la “realización de elecciones oportunas y libres”.
El desconocimiento de la legitimidad de Maduro, el anclaje del proceso de transición en sede parlamentaria, el reclamo de elecciones presidenciales anticipadas son, en esencia, los ejes de la construcción política final, tal como se evidencia del acuerdo que “como vocera del pueblo soberano” adopta la Asamblea Nacional el 30 de mayo de 2017 y tiene como destinataria a la misma comunidad internacional.
La transición se elabora contrastando con la experiencia, consciente la Asamblea de que, al cabo, ha de volver a su fuente, la soberanía popular. Aquella, es verdad, se ha expresado como “vocera del pueblo soberano” el 30 de mayo, pero llegado el 5 de julio de 2017 ordena realizar una consulta popular para darle vida y contenido cierto al rescate por los ciudadanos de la vida constitucional, según al artículo 333.
El 16 de julio el pueblo con su voto rechaza la constituyente dictatorial convocada; exige de la Fuerza Armada defender a la Constitución y respaldar las decisiones de la Asamblea; y manda “la renovación de los poderes públicos de acuerdo con lo establecido en la Constitución y la realización de elecciones libres y transparentes, así como la conformación de un gobierno de unión nacional para restituir el orden constitucional”.
La mesa queda servida, a la espera de sus comensales.
El 13 de noviembre de 2018, pasado un año, llega la oportunidad. La estrategia, cuyos particulares quedarán definidos luego en el Estatuto para la Transición, se completa.
“Apelar a la comunidad internacional para que, ante esta tragedia sin precedentes, con claras repercusiones regionales, sea posible fortalecer su solidaridad con las fuerzas democráticas y el pueblo de Venezuela, constatar la creciente ilegitimidad del régimen…, y mantener… la presión legítima sobre el mismo. Todo ello en procura de una solución a la crisis y la construcción de una transición democrática ordenada e inmediata…, que debemos alcanzar urgente y preferiblemente tras una solución política que conlleve una transición ordenada”, reza el acuerdo.
El país se ha curado de improvisaciones. No debe tener paciencia, pero sí conciencia. Salvarnos como nación es lo primero, luego volver a la república.
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