COLUMNISTA

Estatuas

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

El santo, el monarca, el guerrero, el pensador e incluso el Ángel caído que algunos veneran en El Retiro de Madrid conocen desde hace siglos la eternidad del mármol o del bronce en estatuas y esculturas que sintetizan visualmente el conocimiento que se tiene de tales personajes o de alguna de sus circunstancias. En Caracas, mientras estuvo sentado en un amplio y cómodo sillón de bronce en un ángulo de la plaza de Capuchinos, Andrés Bello, nuestro eximio gramático, soportó la humillación de estar permanentemente cagado por las palomas, pero bien sea a pie o a caballo, con espada o sin ella, inmóviles, con el gesto adusto, inmortalizados en el bronce, el brazo estirado y conminatorio y la propia energía áspera del adalid, del patriarca o del prócer nacida de la leyenda, tal como exige la tradición oficial, continuarán ejerciendo la abnegación del santo, imponiendo la autoridad del monarca o marcando nuestros cuerpos y nuestras almas con el hierro candente de la ferocidad del guerrero porque han aprendido a tolerar el castigo del clima inclemente y los estragos que el tiempo va dejando a su paso. En la antigüedad, era la piedra la que permitía mantener la eternidad de los dioses. Pero no había nacido todavía el hombre que sostuvo y comentó que muy pobre había de ser el país que requería de un héroe para vivir y tampoco habíamos nacido los que íbamos a ver la facilidad con la que se derrumbaba una estatua de Hugo Chávez.

Ocho horas no fueron suficientes para derribar la estatua de Sadam Husein; tampoco lo fueron para el nutrido grupo de soviéticos enardecidos que hicieron rodar las de Lenin y Stalin o para los que tumbaron dos veces las que se mandó a erigir aquel manganzón venezolano llamado Antonio Guzmán Blanco en la afrancesada Caracas de su tiempo. Se trataba de estatuas sólidas, construidas con materiales cuya nobleza despertaba el asombro de la propia eternidad. Pero no ocurrió así con la del comandante. El video mostró cómo un grupo de jóvenes furiosos por la brutal estupidez del régimen militar, armados de mecates y voces de injuria atacaron una estatua de Hugo Chávez y con un par de veces que jalaron el mecate que la rodeaba la prepotencia y la pesada vulgaridad de Corazón de Patria rodaron por el suelo. Se descubrió que la soberbia figura del oscuro militar era de pacotilla; esto es, construida con materiales poco nobles. El escultor, si acaso lo hubo, embaucó por igual al país chavista y al que en la hora actual lo adversa con una política de calle cada vez más temeraria, extendida y contundente. Pero engañó también a la propia imagen del belicoso personaje, quiero decir, al símbolo mayor del socialismo bolivariano y, de paso, a toda su dirigencia, enchufados y sapos cooperantes alterando las normas elementales del arte escultórico, ofuscando todos los matices de la ética utilizando materiales de estafa para beneficiarse con algún escandaloso sobreprecio a compartir seguramente con el funcionario encargado del patriótico proyecto de glorificar al héroe insepulto. La precariedad de la estatua pasó a simbolizar no lo que una verdadera estatua busca señalar, que no es más que un camino a seguir con indiscutible firmeza y claridad, sino exactamente todo lo contrario: el escamoteo, la rapiña, la corrupción. Reveló la falsedad que repta detrás de la retórica oficialista, hueca y sin horizonte pero capacitada para el delito, la violencia fratricida, el desmadre económico, el narcotráfico descarado y el desmoronamiento cultural.

En lugar de una estatua frágil y tramposa habría sido preferible una estatuilla, mucho más practicable, menos costosa, ubicable sobre cualquier escritorio ministerial, o encima de la repisa de la sala o del comedor y, sobre todo, más fácil de esconder o de mantener en silencio si llegase a ocurrir su propia o involuntaria destrucción.

En resumen, ¿qué tenemos? Tenemos que en la Venezuela chavista, cuyo ruinoso régimen militar padezco cercano como estoy a los noventa años, un presunto escultor engaña con una estatua chimba al símbolo glorioso del socialismo del siglo XXI y se burla de un régimen militar al que resulta fácil aturdir con presuntas “obras de arte” porque, estoy seguro, que fue así como el autor del fraude calificó la estatua derrumbada con solo jalar un mecate.

En lo personal, desconfío de las estatuas más que de los propios próceres o adalides que ellas glorifican. Los santos acaban imponiéndonos amor con implacable beatitud; los guerreros, las sangrientas hazañas de sus intemperancias y los políticos la temporalidad de sus aciertos teóricos o los posteriores desastres de sus equivocaciones. Las estatuas los perpetúan. Pero abomino, particularmente, las de Hugo Chávez que el oficialismo se ocupó de levantar en varias ciudades del país porque ellas cargan consigo la maldad que él puso a valer entre los venezolanos estableciendo distancias de aberrante vulgaridad y una discordia que no tiene perdón de Dios. Se dice que conviene quemar las franelas rojas que tienen pintados unos ojitos y derrumbar las estatuas del comandante porque son maneras no solo de exorcizar la maldad desatada por el régimen desde sus inicios sino de contribuir a debilitar la arrogante torpeza y el carácter perverso y patibulario de la satrapía que tanto nos atormenta.