El III Diálogo de Iniciativa Democrática de España y las Américas, IDEA, entre los ex jefes de Estado y de gobierno que la forman, con presencia del secretario de la OEA, Luis Almagro –ese Cancerbero que mantiene bajo candado el inframundo de Hades para que de él no salgan los dictadores ni ingresen los cultores de la democracia– se ocupa, desde este 23 de octubre, de una cuestión agonal para la paz en la región: la del Estado criminal.
La noción es de suyo inquietante. Nos era extraña. La literatura la usa para sus diagnósticos sobre el funcionamiento de la organización política en algunos países africanos: Estados malhechores, narcoestados, Estados depredadores, Estados contrabandistas, Estados mafiosos.
Su realidad nos sitúa a los latinoamericanos, en lo particular a los venezolanos, ante la vivencia de un mal absoluto acaso más peligroso que los totalitarismos europeos del siglo XX, por su doblez y desembozada sinuosidad. Escapa, como figura, a la idea de las polaridades ideológicas, así se oculte tras de estas.
La célebre Declaración de Santiago de la OEA de mediados del siglo XX sobre la democracia nos dice, en un momento de génesis y superación de las dictaduras y dictablandas que nos son comunes, que si bien ella es elecciones por sobre todo es alternabilidad en el ejercicio del poder; es control social sobre este, es libertad de asociación política y prensa libre, debate abierto e informado, en suma, es aseguramiento de la calidad de la democracia, para curarla de amenazas.
La democracia, para los gobiernos que adoptan dicha declaración, es así mismo derechos y libertades; sobre todo, es garantías de estos y no discriminación: todos los derechos para todas las personas, bajo el imperio de la ley, conforme al Estado de Derecho, en cuyo defecto no puede desempeñarse legítimamente el poder.
Tales enseñanzas nutren, como patrimonio constante y al concluir el siglo pasado, la doctrina que reafirma la vigente Carta Democrática Interamericana de 2001.
Sobre la vieja dicotomía –gobiernos militares vs gobiernos civiles electos por el pueblo– media en lo sucesivo otra dicotomía, la de los gobiernos electos: unos que mantienen su apego y respeto por la alternabilidad, en tanto que, otros, accediendo al poder, contando con legitimidad de origen, en sus ejercicios secuestran el poder y destruyen la experiencia democrática en nombre de la soberanía. Hacen de aquella una caricatura.
El caso es que, ahora, agotado por las realidades, este régimen pervertido y que se dice democrático, régimen de la mentira, pariente pobre del fascismo, muestra su verdadero y diabólico rostro, oculto hasta ayer, el del Estado criminal.
Permítaseme una precisión.
El tema de la corrupción ha estado presente en nuestra historia política, durante los siglos XIX y XX. El asumir los gobernantes el Estado como cosa propia no nos es extraña, pues es tributario del carácter patrimonial y personal que acusa a inicios de la modernidad, detentado por el monarca.
El peculado o robo de los dineros públicos o sus desviaciones o la comisión de delitos comunes por funcionarios del Estado que abusan de sus posiciones y prostituyen la función pública trasvasando los marcos de la legalidad han estado allí desde el tiempo secular.
Esta vez, sin embargo, es el Estado y su organización pública los que se ven dispuestos, de un modo general, en colusión entre los poderes constituidos, para la ejecución de crímenes, por una novedosa razón de Estado: la del Estado mafioso.
Los delincuentes se sientan en las escribanías del Estado para delinquir, sin pudor. Deliberan en los espacios del Estado abiertamente, con las leyes en la mano, para organizar y decidir sobre sus crímenes, a la vista de todos. No es necesario que cite ejemplos. Los conocen nuestros lectores y los padecen.
La culpa, cabe señalarlo, no la tiene la democracia. Es la obra de nuestras debilidades, las de los demócratas y también por imprevisión, acaso, de lo no previsible por inédito, la atipicidad, entre nosotros, del Estado criminal y mafioso.
Sea lo que fuere, valga la lección.
Enfrentar con lucidez y eficacia a estos potentes enemigos de la democracia contemporánea: mutantes que se dicen socialistas del siglo XXI y también progresistas, requiere de serena humildad en los demócratas de siempre y los de las nuevas generaciones; para conversar sin dogmatismos nuestro propio catecismo y acaso reinventarlo, renovarlo.
La democracia es la misma, pero los tiempos son otros y muy oscuros.
Hoy se constata que el tiempo de los espacios de los Estados está siendo ahogado por el tiempo del tiempo y su velocidad, sin dejarle tiempo a la razón. La lógica del poder es distinta. Los nichos de lo social se hacen primitivos, casi tribales. Las fronteras adquieren liquidez, tanto que la gente se vuelve diáspora, migra huérfana, abjura de la vieja ciudadanía. Y por deambulante y nómada, sin horizontes, sufriente como los venezolanos y ahora los hondureños, es víctima de los salteadores, de los criminales, de los narcotraficantes que la usan y para ello prostituyen el lenguaje de la política y hacen del Estado una franquicia, criminalizada.
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