En las monarquías absolutas la soberanía correspondía al Estado, el cual a su vez se identificaba con el rey. “El Estado soy yo”, dijo Luis XIV, pero eso cambió con el advenimiento del Estado moderno y ahora reside en el pueblo. Ese que Chávez dijo encarnar para justificar sus desafueros, y que hoy Maduro humilla con salarios de hambre y el racionamiento arbitrario de los servicios públicos. No podemos conformarnos. Lo que vivimos es un desastre.
Para ponerlo en palabras de Cabrujas, el concepto de Estado en Venezuela es apenas “un disimulo”, un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”.
De aquel mítico Estado Mágico que nos deslumbraba con sus maravillas gracias a la renta petrolera, pasamos a esto que ya ni siquiera podemos llamar “Estado criminal” o “narcoestado”, porque hasta esos nombres le quedan grandes. Estamos simple y llanamente frente a un “Estado fallido”. Un Estado que no es Estado porque ha fallado en el cumplimiento de sus funciones.
La verdad es que el Estado venezolano hoy no es capaz de garantizar ni el control físico del territorio ni la seguridad ciudadana, ni el acceso a los más elementales servicios básicos como agua, luz, alimentos o medicinas, lo que ha dado paso a una mundialmente reconocida emergencia humanitaria compleja; y por estas y otras razones como la corrupción extrema, la violación extendida de los derechos humanos y la traición a su origen democrático, perdió todo vestigio de legitimidad.
A nivel internacional catalogar un Estado como “fallido” resulta controversial porque es una etiqueta que, como todas, ha sido usada a conveniencia dependiendo de los intereses en juego. Hay Estados fallidos de los que no se habla. En cambio, hay otros que por este hecho son señalados como una amenaza para la seguridad mundial, lo cual favorece la elección de la “intervención” como solución.
La “intervención” en Venezuela bajo la figura de la cooperación humanitaria (artículo 187.11 en el marco de la Responsabilidad de Proteger) parece haber sido relegada en favor de unas elecciones que deberán contar con una verdadera observación internacional, además de un árbitro y un registro electoral completamente renovados.
Hay que presionar fuertemente para que así sea, pues ya la ayuda, politizada desde el principio, comenzó a entrar a la sombra de la bandera de una organización “neutral”, muy entre comillas, dejando la carta de la fuerza fuera de juego. Los ganadores de la mano: los potenciales beneficiarios y el pueblo todo, que siente que su grito llegó al fin a algún lado; pero la partida no ha terminado. Trump es Trump y la geopolítica sigue su curso. El Grupo de Contacto y el Grupo de Lima tienen por delante un reto mayúsculo. Nosotros también.
Independientemente de la manera en que pongamos fin a este (des)gobierno, urge pensar en el Estado que queremos. Esta historia no puede escribirse sin nosotros. El Estado somos nosotros y lo que hagamos de/con él es nuestra responsabilidad.
Según Raúl González Fabre, S.J, en la base de la disfuncionalidad del Estado venezolano está la cultura. La crisis que padecemos sería producto de una marcada contradicción “entre las exigencias culturales de la modernidad que aspiramos a alcanzar como nación, y algunos rasgos nucleares de nuestra forma tradicional de abordar las relaciones políticas”.
En efecto, en Venezuela, quisimos «modernizarnos» gracias a la renta petrolera que literalmente obró su “magia” en muchos aspectos. Pero para que las conquistas en el nivel de vida de la población fueran atribuibles a la modernización deberían responder a una manera moderna de construir la sociedad. Y lo cierto es que entre nosotros continúan arraigadas las tradiciones clientelares de las que tan bien ha sabido valerse la “revolución” y a las que, poco a poco, se ha venido sumando el individualismo radical posmoderno; y ambos conspiran contra la constitución de instituciones como las estatales, que pretenden realizar socialmente una forma ilustrada de racionalidad capaz de producir aquellos bienes deseados por todos.
Así pues, encontrar una salida a esta crisis de Estado no va a resultar fácil y, por supuesto, no bastará un juego de palabras. Es decir, no bastará con recuperar el apellido democrático. No es cuestión de nombres o etiquetas. La búsqueda de formas institucionales adecuadas a nuestro “ser venezolano”es un reto inminente ante la refundación de la República que ya se anuncia con Guaidó.
@mariagab2016
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