De un tiempo para acá, se ha hecho casi obligatorio acercarse hacia el proyecto de la Venezuela del futuro. Después de todo, soplan vientos de cambio, y aunque la situación todavía resulta incierta, no por ello deja el sabor y la sospecha de que algo distinto se avecina. O se abren las compuertas de la libertad, o se cierran por quien sabe cuánto tiempo más.
Dentro del planteamiento de la reconstrucción de Venezuela, hay quienes repetidamente sostienen, cual consuelo impregnado de melancolía, que antes de la llegada del chavismo éramos felices y no lo sabíamos. De hecho, esta expresión forma parte del argot popular y de alguna manera busca rememorar un tiempo remoto, no tan lejano, en el cual los venezolanos habitaban su tierra de gracia de forma tal que hoy luce como un sueño irrealizable.
Queremos alertar que buena parte de esa premisa y narrativa del “éramos felices” viene acompañada de una fuerte presencia del Estado como proveedor de un sinnúmero de bienes y servicios. Más aún, se veía al Estado como el gran rector, especie de pater familiae de la vida ciudadana capaz de otorgar cuanto favor, subsidio o protección fuese necesario para ver a los hijos de la gran patria desarrollar al máximo sus capacidades.
No pocos sectores de la población venezolana quieren volver a ese estadio de cosas una vez acabe el ciclo de Maduro y el chavismo. La alarma es aún más grande si se tiene en cuenta que quienes hoy dirigen los esfuerzos de transición son cercanos a la socialdemocracia, y si se examina la forma en que los socialdemócratas han gobernado a Venezuela, pues se observará que el resultado no es el más alentador.
Quien no entienda que la Venezuela del “éramos felices” obedece a una añoranza desdibujada por el tiempo, y no reconozca el fracaso y la desintegración del país de aquellos tiempos, carece por completo de brújula para orientar el timón del futuro de la nación. Si la Venezuela que sucumbió al golpismo en la década de 1990 se encontraba en terapia intensiva, treinta años después podemos afirmar sin tapujos que a duras penas en este momento la nación lucha por mantener su identidad como Estado.
De allí que pretender reforzar al Estado como gran actor de la economía traerá consigo un fracaso cantado de antemano. Ya Carlos Rangel en su momento advirtió que en Venezuela nunca se ensayó una economía de mercado –a pesar de lo que digan sus críticos–; y mucho me temo que si ese camino no se toma, si no se abre la economía y se reduce el tamaño del Estado a sus cometidos esenciales, la encrucijada del Estado fallido difícilmente será superada.
El Plan País, al menos en el papel, plantea el libre mercado como la opción que Venezuela debe seguir para su reconstrucción. Pero nuestra Constitución, maltrecha, también consagra el derecho a la vida y a la propiedad, y difícilmente pueda argumentarse su respeto irrestricto en las últimas décadas. Habrá quien diga que la comparación se sustenta en una falacia, mas lo que queremos es llamar la atención sobre otra consigna popular: el papel lo aguanta todo.
Dotados de una clase política esencialmente parasitaria –con sus honrosas excepciones, claro está– acostumbrada a acercarse a lo público por el incentivo que implica la captación de renta (recordemos que el sector privado no es el principal generador de riqueza del país), luce cuesta arriba accionar un proyecto de reforma profunda del Estado. Para nuestra fortuna, hoy existen más voces también del lado que lucha contra la cultura liberticida, y es tal la desintegración que se vive que son pocas las opciones que le quedan a la clase política rectora de la transición democrática si quiere tener algún tipo de viabilidad.
Si bien es cierto que hoy la preocupación principal consiste en el cese de la usurpación, el debate sobre el manejo del Estado, sus recursos y limitaciones tiene que comenzar a darse. El rescate de Venezuela así lo exige. Millones de vidas dependen de ello. Y el futuro, aunque incierto, también exige sentencias.