No sabemos cuándo comenzó el hombre a medir el tiempo. Debe haber tenido, sospechamos, conciencia de su paso en función del día, la noche, el movimiento de los astros, las variaciones climáticas y los lapsos entre la satisfacción de sus apetitos. Pero la necesidad de sistematizar su discurrir seguramente esté vinculada al ejercicio del poder político, militar o religioso: planificar una ofensiva guerrera, ideológica o evangelizadora postula, además de una estrategia, el diseño de un cronograma para el logro de los objetivos en ella contemplados. Mas el acontecer humano no es ni ha sido contado o asentado en un solo registro cronológico: se sabe de calendarios antiquísimos –el persa y el maya, por ejemplo–, no por viejos imprecisos; o revolucionarios, como el republicano francés con sus meses de bucólica denominación, evocadores de fenómenos naturales y faenas campestres; también hay noticias de un calendario patafísico perpetuo y de otro, quimérico y experimental, en busca –¿del tiempo perdido?, ¡no!– de remediar la cojera de febrero y normalizar los meses fijando en 30 días la duración de cada uno y en 360 la del año, cargándose los picos del bisiesto y destinando 5 jornadas complementarias a un prolongado asueto planetario; así, el mundo entero podría emparrandarse al unísono. Según el calendario chino aún no concluye el año del perro, y el del cerdo comenzará el próximo 5 de febrero. Debió aprovechar el Sr. Maduro la relación de dependencia de su gobierno con el imperialismo amarillo para averiguar cómo meter no gato por liebre, sino carne canina por carne porcina.
Quienes habitamos en el Occidente cristiano vivimos el presente y hablamos del pasado de acuerdo con las calendarizaciones de un dictador y un Papa. Julio César modificó el almanaque romano para sincronizarlo con la trayectoria solar, dando origen al calendario juliano: pero, en la recta final del siglo XVI, cuando la Iglesia reclamaba lo de Dios y no lo del César –copio casi al pie de la letra de Wikipedia– “Gregorio XII, aconsejado por los astrónomos, dispuso, mediante la bula Inter gravissimas, que el jueves 4 de octubre de 1582 fuese inmediatamente seguido del viernes 15 del mismo mes para compensar la diferencia acumulada a lo largo de siglos entre el calendario juliano y las efemérides astronómicas”. Desaparecieron o se esfumaron 11 días y nadie los echó de menos.
El exordio, acaso tedioso, si bien –esperemos– instructivo, se nos antojó indispensable a fin de refutar eso de “año nuevo, vida nueva” y entender que un cambio de anuario no implica un cambio de escenario. “Este es el año del volapié”, dijo un presidente entendido en tauromaquia, al referirse a medidas dirigidas a enderezar el curso de su administración. Amenazó con joropo y, por ello, aconsejó calzar alpargatas. La presagiada estocada nunca se produjo y nos quedamos con los pantalones arremangados, pues, tampoco joropeamos. Traemos a colación al culto y refranero Luis Herrera porque, en cuestiones sociales, políticas y económicas, una cosa piensa el burro y otra quien lo arrea, y los pronósticos suelen quedarse cortos y las promesas en el aire. Ya toda suerte de analistas, opinadores, entendidos y diletantes han adelantado pareceres respecto a nuestro porvenir inmediato: sus vaticinios y proyecciones son de coger palco. Si, como afirmamos, las predicciones fallan en general por defecto, no por exceso, 2019 será, en comparación con el infausto 2018 del hambre y el éxodo –año de las 20.000 muertes violentas e impunes, de ejecuciones sumariales (Oscar Pérez y sus hombres) y asesinatos de presos políticos (Fernando Albán) e indígenas por hacer uso de su derecho de explotar las riquezas de un suelo ancestralmente suyo (Charly Peñaloza)–, un año convulso e innominable. Empero la paciencia tiene un límite y no podemos descartar un terremoto social de magnitud extrema y consecuencias inimaginables. Entonces, quizá podamos bautizarlo año de la liberación e inscribirlo en la historia como el número “1” de la nueva era democrática.
Un trillado chiste de origen cubano atribuye al optimismo habanero la cruda frase “este año comeremos mierda”, y a los pesimistas la no menos cruda y realista “no alcanzará para todos”. El grueso humor de la resignación antillana no es ajeno a Venezuela; sin embargo, independientemente de lo decidido ayer por la Asamblea Nacional –si la DGCIM, el Sebin, la GNB y las patotas y pandillas paramilitares y parapoliciales a las órdenes de Maduro y Cabello no impidieron su instalación–, hay razones para pensar en otra dirección. Entre ellas, la posición asumida y sostenida por la Iglesia, las universidades autónomas y las academias.
Los obispos han manifestado reiteradamente su preocupación por los desmanes del gobierno y la desatención de este al clamor popular por asistencia alimentaria y ayuda humanitaria en materia de salud, desatención que ha provocado la fuga masiva y apresurada de millones de venezolanos de este reducto militar sustituto de la República civil en extinción. Las universidades y academias se han movido en igual sentido, asumiendo la tarea de generar ideas orientadas a fortalecer liderazgos en ciernes, conectándolos con la ciudadanía. Tal es en rigor el papel de quienes tienen la facultad de pensar creativa y constructivamente y de difundir sus ideas. En 1957, un grupo de intelectuales encabezados por Mariano Picón Salas puso a circular un manifiesto contra la dictadura de Pérez Jiménez, poniendo de bulto el oprobio y perversidad del régimen. Su impacto fue determinante en la definición de acciones orientadas a derrocar la tiranía. Ahora, el cuerpo profesoral de la cátedra de Derecho Constitucional de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Central de Venezuela –¡U!¡U!¡UCV!– hace público un pronunciamiento –10 de enero: el despotismo apunta a la disolución de la República– que es tanto una hoja de ruta “contra la dictadura y por la libertad”, cuanto una exhortación al “rescate del alma nacional”. Y hay más. A la chita callando, los promotores del Frente Amplio Venezuela Libre han venido consolidando una estructura organizativa a escala de una nueva oposición y un liderazgo emergente, con base en el “programa para el día después”; un plan de acción indispensable en respuesta al inevitable ¿qué hacer? suscitado por un eventual vacío de poder. Empero, hoy, cuando la cristiandad conmemora la Epifanía del Señor, revelación de la divinidad de Jesús niño a los Reyes Magos, no dejo de pensar en el sábado venidero, cuando, con la probable asistencia de los chamanes, brujos y santeros al mando de Bolivia, Cuba y Nicaragua y, no faltaba más, de los embajadores de buena voluntad de Rusia, China, Irán y Turquía –¡ojo con el arco minero: es de oro!–, tendrá lugar una epifanía más profana, la de Nicolás (Ma)duro de tumbar, quien continuará viviendo del cuento bolivariano y datará el inicio de su segunda usurpación el año XX del advenimiento del comandante eterno (calendario rojo). Es bueno saber qué haremos el día después de su deposición… pero ¿y antes?
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