EL MERCURIO. CHILE. GDA
En un tiempo de perplejidad y cambios vertiginosos, tal vez sea conveniente suspender el juicio y esperar ser sorprendidos por la realidad. Más que la palabra «realidad» prefiero la palabra «vida». Es la vida la que nos sorprende a cada instante, la vida no se deja domesticar por nuestro guion ni por nuestras grillas de interpretación.
En ella, tal vez, haya que depositar la esperanza, más que en las ideas, las creencias o las ideologías que han llevado al ser humano al abismo, a tantas catástrofes. La vida sabe más que lo que nuestra inteligencia cree saber. Recuerdo una conversación que tuve con el biólogo Francisco Varela, quien me confesó: «Me maravilla el aparecer de las cosas». Era el asombro de un fenomenólogo que cultivó el arte de observar la realidad, suspendiendo el juicio. A ese maravilloso aparecer de las cosas, el poeta Hugo Mujica lo llama «lo naciente». La vida nos sorprende en ese magnolio florecido que ilumina un jardín de invierno o en el niño que se pone a bailar como sostenido por un impulso superior a él mismo, como si la vida lo danzara.
En un tiempo de pulsiones de muerte, de líderes mundiales demenciales que juegan a lanzarse misiles o amenazarse verbalmente, hay que estar atentos y alentar todo brote de vida, esté donde esté, todo lo que sea instinto de vida. Pueden derrumbarse nuestras certezas, nuestros sistemas de creencia, las instituciones en las que siempre confiamos, pero no hay nada peor que aferrarse a lo que está derrumbándose, pensando que esa es la manera de sobrevivir en tiempos de incertidumbre. La mayoría de las veces, las ideas que el hombre se ha hecho sobre sí mismo y la realidad han fallado. Esas ideas y creencias nos llevaron a guerras mundiales, a guerras de religión demenciales, a piras inquisitoriales, a gulags, y hacen que cientos de jóvenes «conversos» se transformen en terroristas y estén dispuestos a inmolarse para matar a sus prójimos en la calle.
La vida, en cambio, no nos falla nunca, ella debiera ser nuestra referencia, nuestra brújula en tiempos de extravío. Ahí está el milagroso desierto florido como prueba visible de lo que digo. Creo que viene un tiempo de vaciamiento mental, tenemos que alivianar nuestra mochila cargada a través de generaciones por ideas hechas que a estas alturas nos pesan como piedras y nos impiden caminar y danzar. «Quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo», dijo el poeta Hölderlin. Ese pensar «hondo» es el que está en contacto con la vida, es un pensar que se arriesga a suspender el juicio, para esperar que algo que no anticipábamos aparezca ante nosotros. La hondura no tiene que ver con la abstracción, sino con saber esperar. Es la «epojé» de los griegos, el «satori» zen, la sabiduría del «tao», los lirios del campo de Jesús, el habitar poético que se sustrae al cálculo.
Hemos envenenado las fuentes puras con nuestros sistemas de pensamiento. Es hora de que la vida hable y lo está haciendo en todo momento: por ejemplo. esa loica de pecho colorado que está cantando justo cuando escribo estas líneas y me hace reescribir esta frase para que aparezca su canto en esta página. ¡Pensé que ya no había loicas en esta ciudad!
Hoy día un «no sé» es una respuesta inteligente y más sana que el «creo» o «sé». ¡Si no sabemos nada! Esa loica sabe y en su pecho colorado florece el «santo decir sí» ante el devenir. Otra vez Hölderlin: «Los ríos braman indiferentes ante nuestra sabiduría y sin embargo ¿quién no los ama?». La esperanza viene por ahí: que sean cada vez más los que confiesen un «no sé», un no sé que es apertura, docta ignorancia. Como san Juan de la Cruz: «Entreme donde no supe/ y me quedé no sabiendo/ toda ciencia trascendiendo».
Los que saben han devastado el mundo, démosles la oportunidad a los ignorantes que aman la vida y su mejor flor: el misterio. Niños, poetas, bailarines que no dejan de danzar en torno al magnolio encendido. Y por supuesto, esta loica inesperada que se coló en este texto.