A continuación concluimos una serie de artículos que hemos dedicado a la potencialidad de la historia en la labor de formación ciudadana. Estos asumieron el examen de las relaciones entre los tres discursos que constituyen el relato histórico: la historia contada desde el poder (historia oficial), los historiadores (la historiografía) y la sociedad en general (la memoria colectiva). En esta última entrega destacaremos el papel de la memoria o es mejor decir “las memorias”.
La memoria colectiva (Maurice Halbwachs, 1950) son las representaciones, los relatos, los recuerdos que oralmente y de generación en generación se van construyendo por el “diálogo” o intercambio entre las memorias individuales. Esas “historias” tienden a generar mitos reforzados por los vínculos familiares y grupales, junto con las palabras, emociones y lugares. Siempre me ha sorprendido el apego por la democracia liberal que tienen la mayoría de mis estudiantes que crecieron en un ambiente antipolítico o autoritario. Me pregunto: ¿de dónde les viene?
La respuesta observada y ofrecida por ellos es que sus familias se lo enseñaron, lo cual se reforzó con un mundo globalizado a través de Internet. La mayor parte de lo que admiran respira libertad. Algunos me hablan de sus abuelos y antepasados que militaron en partidos políticos democráticos, pero también del modelo de sociedad occidental que reconocen como una buena forma de vida. Pero esta no es la única memoria, también aparece una que muestra la admiración por ciertos dictadores (Marcos Pérez Jiménez es el más citado) y en la cual es evidente el peso de las tesis positivistas y marxistas. Una política pública que busque la formación ciudadana debe afincarse en estas memorias, porque son un potencial para fortalecer ciertas conductas e ideas, e incluso facilitan el examen crítico de nuestra tradición personalista.
Ahora, en los últimos 20 años se han creado nuevas memorias, algunas de las cuales han retomado viejos discursos. La historiografía y la pedagogía no pueden dejar de examinarlas. Debemos conocer el cúmulo de antivalores y mitos que rechazan el apego a la ciudadanía. El rentismo en su más grave crisis ha tenido un gran éxito en promover nuevas formas de clientelismo y dependencia estatal. Pero al mismo tiempo, en estas dos décadas hay una serie de hechos históricos que tienen en cada persona, familia y grupo un relato de épica civilista. Existe en ello un material para lograr la meta que nos hemos propuesto. La educación debe recurrir a estos ejemplos, debe llevar la historia familiar y de los pequeños grupos al aula, para que haga de la gran historia (oficial e historiográfica) algo con lo cual nos identifiquemos plenamente.
El chavismo ha resaltado el tema de la memoria de los marginados e “invisibilizados” al pretender que se reconozca por todos. Aplaudimos la intención, pero ¿realmente lo ha hecho o simplemente es un pretexto para que su propaganda coopte ciertos grupos? Lo que hemos visto es más lo segundo. La historia oficial en estos 20 años lo ha dominado todo, opacando y denigrando a la historiografía e incluso la tan defendida memoria colectiva.
La formación ciudadana debe ser parte de la política pública educativa de un gran proyecto de país democrático y moderno. Los demócratas no podemos volver a cometer el error de dejar la educación en manos de los que odian la libertad, tal como ocurrió en buena parte de los 40 años de la democracia puntofijista (1958-1998). Y tal política debe saber equilibrar los tres discursos históricos: oficial, historiográfico y memorias colectivas. Esa ha sido la idea que hemos defendido en estas 4 entregas y que solo es un preámbulo de un estudio más ambicioso, el cual anhela contribuir con el renacer de la democracia en Venezuela.