El enfrentamiento no es necesariamente contra el hombre de carne y hueso; entre opositores iracundos y violentos defensores del régimen militar de Nicolás Maduro; es decir, entre los que armados de gritos y consignas se enfrentan al corazón animal de quienes lanzan lacrimógenas, perdigones, balas de plomo y movilizan tanquetas. A veces, nos enfrentamos a las tinieblas, luchamos contra los espíritus malignos que se adueñan de nuestras almas, y asistimos al combate entre el bien y el mal; la lucha contra el Chávez que todos llevamos dentro y algunos dejan escapar para que la crueldad se esparza en el aire contribuyendo a la ruina del país que Nicolás Maduro ha terminado de devastar.
Entonces se emplean las armas que se consideren adecuadas: si se trata de ir contra contra las tinieblas, valen las armas de la cultura, de la esperanza y en algunos opositores, las de la oración. Pero cuando el enemigo no está dentro de mí y es político se descubre mas avieso, violento y desalmado. Entonces emplea, no el puñal o el cuchillo que son armas innobles y de traición, sino las de Robocop empuñadas no para obtener una victoria sino para aniquilar al opositor.
Lo terrible es que las armas poseen un caracter ambivalente. Con ellas impartimos y hacemos justicia, pero también sembramos la muerte y el terror entre los vecinos, y el regimen militar puede convertir la parroquia de El Valle en un campo de exterminio sin rendir cuentas de cuántos muertos fueron o si portaban la cédula de identidad al ser masacrados o eletrocutados.
En tiempos de la conquista solo las flechas disparadas en Guayana tenían curare en la punta porque el alcaloide paralizante solo se encontraba en esa región, pero todos los aborígenes tuvieron que enfrentarse a armas poderosas y desconocidas como el mal olor de los conquistadores, los perros, la pólvora y mas tarde, el crucifijo. Y muy pronto comenzaron a perfeccionarse las de fuego hasta alcanzar procedimientos de acción automática, ametralladoras y fusiles de nombre impronunciables y proliferaron las guerras que se suponían acabaría la próxima con todas las guerras: y con las guerras, avanzó la medicina, la cirugía, la anestesia y avanzaron también los lanzallamas, las bombas solo mata gentes, los talibanes, la destrucción masiva de comarcas y ciudades y la extinción violenta de antiguas culturas y asomaron para quedarse las guerras santas impuestas por el islam y las teocracias del Oriente.
Es cierto que el cine también padece el virus de la violencia, de la velocidad y la invención de armas cada vez mas mortíferas y espectaculares. Se ha consolidado una cultura de las armas difícil de desarticular en los Estados Unidos porque está amparada por la Constitución. Pero es una violencia esencialmente cinematográfica creada por los guionistas y hecha ilusoria realidad por los efectos especiales: explosiones, persecuciones y masacres gratuitas. La verdadera realidad es la que padecemos a diario, la que me espera en la esquina de mi casa, la que enfrentamos los opositores al régimen militar cuando somos agredidos salvaje y brutalmente por los cuerpos represivos de la policía, la guardia nacional y los grupos civiles fascinerosos, armados desde Miraflores o desde el Ministerio de la Defensa. La mas alta expresión de la política de calle es el saqueo a las casas de los personeros del régimen. Me tocó vivirla cuando apenas contaba cuatro años de edad, a la muerte de Juan Vicente Gómez y fue mi bautizo de fuego ver por la celosía de la ventana pasar la furia de las gentes descuadernando libros, arrastrando muebles, toneles de vino, un piano y aguamaniles mientras gritaban ¡Murió Gómez! ¡Viva la libertad! y las mujeres de mi casa lloraban de espanto pero también de contagiosa alegría. La violencia gomecista estaba en los instrumentos de tortura y en el vidrio molido de las cárceles como La Rotunda pero igual se expresaba a través de la Sagrada, la policía del déspota. Andinos patibularios armados de machetes que recorrían en pareja las calles sembrando el pánico con su sola y taciturna presencia. Las niñas sifrinas y sofisticadas de mi familia, que recitaban sus oraciones en francés, tenían que ir de madrugada a recoger las ratas muertas que los presos lanzaban desde la Rotunda porque en las entrañas estaban los papelitos con el trata de hablar con el ministro, no vendan la casa, las promesas susurradas y el ¡te quiero mucho mi amor! ¡Una silenciosa violencia anclada en el corazón e ignorada por quienes escriben la historia de nuestras desventuras!
Y tres frases condensaban no solo el caracter áspero y rural, particularmente violento y machista de los tiempos gomecistas asi como los niveles de corrupción administrativa y de adulación y lisonja: una, paralizaba al hombre que en el altercado intentaba sacar la pistola y no se atrevía a hacerlo cuando escuchaba al adversario decir con voz autoritaria: ¡”Saque esa vaina pa’miásela!” Otra, se hizo particulamente famosa: “¡No me dé, General, póngame donde haiga!” Y la tercera, la respuesta a la pregunta: “¿Que hora es?. La que usted quiera, mi General! Comportamientos de una época sombría, primitiva, sin manifestaciones de multitudes, sin política de calle porque tampoco lucía el dictador tan desesperado como para inventarse una constituyente comunal que solo sirve para evidenciar la derrota de Maduro y para reconocer que finalmente hemos encontrado el arma que creíamos no poseer: las marchas, trancazos y plantones que en lugar de unas elecciones de trampa o el hipócrita diálogo con ambiguas intervenciones del español Zapatero y un Vaticano peronista están poniendo en jaque a un régimen militar armado hasta los dientes.